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Entre crisis y crisis

Eduardo J. Vior

El gobierno de Joe Biden celebra sus primeros 100 días con un fervoroso activismo para superar la crisis del régimen político y evitar el próximo cimbronazo que ya se insinúa.

Por Eduardo J. Vior

Cuando este miércoles 28 el presidente norteamericano Joseph “Joe” Biden celebre sus primeros cien días en el gobierno, presentará un balance desparejo, pero habrá que reconocerle que impuso un ritmo frenético a la ferruginosa maquinaria del Estado. Es que las caóticas semanas que mediaron entre la elección presidencial de noviembre y la asunción del mando el pasado 20 de enero pusieron al descubierto una gigantesca crisis de gobernanza. Al mismo tiempo, la sensación de endeblez que trasmite el nuevo presidente induce a prever que no terminará su mandato y que el país se encamina hacia una nueva crisis, esta vez por su sucesión. Para aventar esta sensación, sus técnicos procuran dar una imagen de eficiencia, pero las resistencias internas y las barreras externas son reales y el gobierno demócrata puede darse de bruces contra unas y otras.

Se espera que, cuando Biden hable hoy ante el Congreso, no se limite a defender políticas específicas, sino que abogue en general por un gobierno más intervencionista. Aprovecha para ello la crisis impuesta por el COVID-19, pero también el hecho de que la población exige soluciones a problemas largamente pendientes. Hay algunas encuestas que respaldan esta visión. El propio presidente está subiendo en la aprobación pública, especialmente en relación con su gestión de la pandemia. Su logro legislativo más destacado hasta ahora fue su paquete de ayuda para superar las consecuencias de la pandemia de COVID-19 por 1,9 billones de dólares. También ha impulsado un programa inicial de infraestructuras por valor de 2,3 billones. Se espera también que esta noche Biden defienda otra avalancha de gastos, esta vez en infraestructuras sociales. La propuesta se sufragaría principalmente con el aumento de los impuestos a los más altos ingresos.

Los republicanos han criticado todos estos programas, argumentando que son propuestas que buscan colar en la legislación el estatismo demócrata, pero el presidente, por el contrario, cree que el peligro político reside en hacer demasiado poco, no demasiado. En una encuesta de NBC News publicada el domingo se pidió a los entrevistados que eligieran entre la afirmación «el gobierno debería hacer más para resolver los problemas y ayudar a satisfacer las necesidades de la gente» o «el gobierno está haciendo demasiadas cosas que es mejor dejar a las empresas y a los individuos» y el 55% optó por la primera, en tanto sólo el 41% se inclinó por la segunda. En un nuevo sondeo, esta vez del Washington Post/ABC News, difundido también el domingo, Biden obtuvo la aprobación del 52 por ciento de los adultos por su desempeño en general y del 64 por ciento por su gestión de la pandemia. Sin embargo, el relevamiento del Post muestra que el 53% de los estadounidenses expresan algún nivel de preocupación por que Biden aumente excesivamente el peso del gobierno. Este resultado puede ser una advertencia para que los progresistas no se entusiasmen demasiado. Cuando en EE.UU. el tamaño y el alcance del gobierno se convierten en un problema público, la resistencia a la suba de los impuestos domina el orden del día.

Significativamente, un estudio de Fox News, dado a conocer el mismo domingo, preguntaba a los encuestados si preferirían «pagar más impuestos para mantener un gobierno más grande que proporcione más servicios» o «pagar menos impuestos y tener un gobierno más pequeño que proporcione menos servicios». Enunciado de esta manera, el lado del gobierno pequeño ganó una victoria decisiva: 56% a 36%.

Manifestación en apoyo a los inmigrantes en la frontera con México

El balance del gobierno de Biden muestra numerosos claroscuros. En la política interna su principal problema está en la cuestión migratoria. En su programa electoral prometió elevar a 125.000 el tope de refugiados que se aceptarían por año, frente a los 15.000 que fijó el presidente Donald Trump. Sin embargo, la Casa Blanca dijo primero que mantendría el tope de 15.000 de Trump debido a «preocupaciones humanitarias», tras enfrentarse a la reacción de los demócratas aceptó aumentar el límite, pero lo más probable es que este año no admitan más de 15.000.

Al abandonarse los acuerdos con México, para que este país actuara como “tercer país seguro” y controlara los flujos que llegan del Triángulo Norte de América Central (Guatemala, Honduras y El Salvador), se produjo un súbito incremento de los contingentes que llegaron a la frontera. La encargada del gobierno para la recepción de esos inmigrantes, la veterana política demócrata Roberta Jacobson, fracasó en su intento por contenerlos y fue desplazada. La manzana envenenada le tocó entonces a la Vicepresidenta Kamala Harris, pero ella se desentendió diciendo que le habían encargado las relaciones con el Triángulo Norte y no la frontera. En los tres países la presidenta in pectore ha pergeñado la intervención de fundaciones privadas (la de George Soros, la Rockefeller y la Ford), para que ayuden a la reconstrucción tras los huracanes que devastaron la región y creen empleos que permitan retener aunque sea a una parte de los emigrantes. Mientras tanto, en la frontera la herida sigue abierta.

El gobierno tampoco ha podido avanzar en la reforma de las policías y la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por su nombre en inglés) ha reclamado un fallo de la Corte Suprema para convalidar la libre tenencia y portación de armas.

No obstante, debe reconocerse al gobierno de Biden su éxito en la vacunación contra el Covid-19: había prometido aplicar 100 millones de vacunas antes de que finalicen sus primeros 100 días y ya ha llegado a las 140 millones. Sin embargo, una parte importante de la población es reticente a vacunarse y en los depósitos se han acumulado muchas vacunas sin destinatario, de modo que crece el reclamo público para que EE.UU. entregue sus antivirales sobrantes al mecanismo COVAX o simplemente las done a países necesitados como India.

Además, EE.UU. ha reingresado al acuerdo climático de París y ha reunido la semana pasada una cumbre mundial sobre el clima. Sin embargo, el cambio de la matriz energética impulsado por el gobierno demócrata tiene dos lados oscuros: por un lado beneficia unilateralmente a algunas pocas empresas productoras de energía eólica, mientras perjudica a la cuenca del petróleo de esquistos del Medio Oeste. Para paliar este daño, presiona a Alemania, para que no termine de construir el gasoducto Nord Stream 2 a través del Báltico, que le permitiría abastecerse con gas barato de Rusia, y compre el gas natural licuado norteamericano que llega a Europa a través de las terminales construidas en Irlanda, Francia e Inglaterra.

La decisión de Donald Trump de retirar todas las tropas de Afganistán no dejó otra alternativa a Biden que aceptarla

Donald Trump había convenido con los talibanes el retiro del último contingente estadounidense de Afganistán hasta el próximo 1º de mayo. El gabinete de Biden titubeó, pero finalmente, el miércoles pasado el presidente confirmó que saldrían del país asiático hasta el 1º de septiembre. Su secretario de Estado Antony Blinken también anunció que cesaría el apoyo para la coalición saudita-emiratí que desde hace seis años azota Yemen, pero todavía no hay signos visibles de este giro político.

En su política de derechos humanos el gobierno de Biden es tan poco creíble como el de Obama. El presidente ha planteado al presidente chino, Xi Jinping, su preocupación por Hong Kong, la situación de los uigures en Xinjiang, y las tensiones con Taiwán. En repetidas ocasiones ha denunciado el encarcelamiento del estafador ruso Alexei Navalny, pero se negó a responsabilizar al príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammed bin Salman, por el asesinato de Jamal Jashogui y sigue tolerando el terrorismo de estado en Colombia.

El peor error de su política exterior ha sido tratar de amenazar a Rusia y China ignorando el poder que ambas potencias han adquirido y la solidez de la alianza estratégica ente ellas.

Sólo lentamente los norteamericanos van aprendiendo que tampoco con Irán pueden adoptar un lenguaje arrogante. Desde que EE.UU. salió del Acuerdo Nuclear en 2018, la República Islámica ha continuado su programa nuclear y desarrollado con tecnología propia un potencial tal de ofensiva con drones que ha eliminado la supremacía aérea que EE.UU. e Israel tenían en Oriente Medio. En Viena se están llevando a cabo conversaciones indirectas entre representantes iraníes y estadounidenses a través de otros signatarios del acuerdo de 2015, pero Teherán se ha negado hasta ahora a cumplir el antiguo acuerdo sin un alivio de las sanciones y recientemente ha comenzado a enriquecer uranio hasta su máxima pureza. A Washington no le queda más remedio que comenzar a levantar sanciones, pero carece de garantías iraníes y debe prestar atención a las críticas en el frente interno.

Para culminar los 100 días, el fin de semana pasado el presidente Biden calificó como “genocidio” la masacre a los armenios cometida por el Imperio Otomano en 1915. Si bien la declaración le ganó el apoyo de la minoría armenia en EE.UU., le acarreó un fuerte rechazo del gobierno turco que puede conducir a nuevos roces diplomáticos.

El esfuerzo del presidente Joe Biden y sus equipos técnicos y políticos por demostrar eficiencia es demasiado notorio. Tratan de devolver el mundo y el país a la situación de 2016, buscando obviar el tiempo de Donald Trump, como si hubiera sido sólo un pequeño traspié. No miden la profundidad de la grieta sociocultural que divide la sociedad norteamericana, manipulada por el uno por ciento más rico para separar a pobres de pobres, y no se atreven a las reformas profundas que requiere su superación. En el plano internacional, en tanto, Rusia, China e Irán han tejido en los últimos cuatro años una sólida alianza estratégica que Estados Unidos no puede romper ni doblegar. Producto de su debilitamiento, la superpotencia tampoco puede competir con las ofertas que el bloque euroasiático hace a los demás países del Sur Global. Se nota mucho en la competencia por las vacunas durante la actual pandemia.

Si a esta paridad estratégica y fractura interna se suma la débil salud del presidente, que probablemente no termine el mandato, asoma en el horizonte la sombra de una crisis sucesoria. Si el presidente se muestra incapaz de ejercer el cargo y el poder establecido se niega a aceptar a Harris, ante la vejez de la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi (81 años) es altamente posible que la Corte Suprema (donde seis de los nueve jueces son conservadores) tome las riendas en sus manos. El gobierno de Joe Biden surgió de una profunda crisis de gobernanza y se dirige hacia otra. ¿Le bastará con su activismo para evitarla?

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