Internacionales

Crónica del horror en México

 

 

 

Aquel 26 de septiembre, los estudiantes habían llegado a Iguala en dos autobuses procedentes de Ayotzinapa. Radicales y revoltosos, los estudiantes iban a recaudar, como otras veces, fondos para sus actividades. Esto significaba pasar la gorra por sus calles más céntricas, entrar en unos pocos comercios e incluso cortar alguna avenida.

Su desembarco no había pasado inadvertido. Los halcones del narco, según la reconstrucción de la fiscalía mexicana, habían seguidos sus pasos y alertado a la central de la Policía Municipal. Los estudiantes no eran bienvenidos. En junio del año anterior, tras el asesinato y tortura del líder campesino Arturo Hernández Cardona, los estudiantes habían culpado del crimen al alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y atacado el ayuntamiento.

Los sicarios y los policías, que en Iguala vivían en perfecta simbiosis, creyeron que iban a repetir al movida, pero esta vez no contra el alcalde, sino contra alguien aún más poderoso: su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa.

Ella, como apuntan las investigaciones policiales, dirigía las finanzas del cartel de Guerreros Unidos en la ciudad. El vínculo con el narco  venía de lejos. Era hija de una antigua operaria de Arturo Beltrán Leyva, el Jefe de Jefes, y sus propios hermanos habían creado por orden de este capo el embrión de la organización criminal con el objetivo de enfrentarse a Los Zetas y a La Familia Michoacana. Cuando ambos fueron ejecutados y arrojados a una cuneta de la carretera de Cuernavaca, ella tomó las riendas en Iguala, protagonizando junto con su marido un fulgurante ascenso social que ahora quería completar con su última ambición: ser elegida alcaldesa en 2015. Para ello, ese 26 de septiembre había preparado un gran acto en el zócalo de la villa. Era el inicio de su carrera electoral.

La irrupción en la ciudad de los estudiante «normalistas», encapuchados, rebeldes, con ganas de protesta, les hizo temer que fuesen a estropear el discurso. El alcalde exigió a sus esbirros que lo impidiesen a toda costa y, según algunas versiones, que los entregasen a Guerreros Unidos. La orden fue acatada ciegamente. Las fauces del horror se abrieron de par en par. Posiblemente nunca se llegue a saber cómo la barbarie llegó a tal extremo, pero lo que las investigaciones policiales han logrado sacar a la luz es que a los estudiantes, que seguramente no sabían cuál era la naturaleza del poder municipal en Iguala, se les dio trato de sicarios, se los persiguió con la saña con que se mata a los cárteles rivales. En sucesivas oleadas, la policía atacó a sangre y fuego a los estudiantes. De nada les valieron sus desesperados intentos de huir en micros tomados a la fuerza. Dos murieron a tiros, otro fue decapitado vivo, tres personas ajenas a los hechos perdieron la vida a balazos al ser confundidas con los jóvenes. En la cacería, decenas de estudiantes fueron detenidos y conducidos a la comandancia policial de Iguala. Nadie dio orden de parar. El reloj siguió adelante.

El jefe de los sicarios, Gildardo López Astudillo, avisó al líder supremo de Guerreros Unidos, Sidronio Casarrubias Salgado. En sus mensajes le informó que los responsables de los desórdenes de Iguala pertenecían a Los Rojos, la organización criminal contra la que libraban una salvaje guerra. Sidronio dio orden de «defender el territorio».

En una operación de exterminio bien diseñada, fruto posiblemente de experiencias anteriores, los estudiantes fueron recogidos de la comandancia de Iguala por agentes de Cocula, quienes, cambiando las placas de sus matrículas, los entregaron a los asesinos del cartel en la brecha de Loma de Coyote. Todo estaba preparado para no dejar huellas.

En una noche sin luna, hacinados como ganado en un camión y una camioneta, los estudiantes fueron conducidos hacia el basurero de Cocula. Fue un viaje al infierno. Muchos de ellos, posiblemente una quincena, malheridos y golpeados, murieron de asfixia en ese recorrido. Al llegar al paraje, los supervivientes fueron bajando uno a uno. Con las manos en la cabeza, les obligaban a caminar un trecho, tumbarse en el suelo y contestar a sus preguntas. Querían saber por qué habían acudido a Iguala y si pertenecían al cartel rival. Los jóvenes, según las confesiones de los detenidos, respondían aterrorizados que ellos eran estudiantes y que no tenían nada que ver con los narcos. De poco les sirvió. Terminado el interrogatorio, recibían un tiro en la cabeza. El núcleo del comando ejecutor, aunque contó con la ayuda de más sicarios, lo formaban Patricio Reyes Landa, El Pato; Jonathan Osorio Gómez, El Jona, y Agustín García Reyes, El Chereje. Con bestialidad metódica, mataron a todos los estudiantes y, a los que ya venían muertos, los arrastraron, tomados de las piernas y los brazos, fuera de los vehículos.

Como en un ritual bárbaro, prepararon una inmensa pira en aquel basurero. Sobre una cama de piedras circular, amontonaron primero una capa de neumáticos y luego otra de leña. Ahí encima colocaron los cadáveres. Los rociaron de nafta y gasoil.

La hoguera prendió la noche más oscura de México. Las llamas fueron alimentadas durante horas. Los sicarios, en su impunidad, incluso se marcharon a la espera de que el fuego se consumiese solo. Pasadas las cinco de la tarde, tras arrojar tierra encima, se acercaron a los restos. Los desmenuzaron y los metieron en ocho grandes bolsas de basura negras. Al atardecer, los asesinos abandonaron el paraje. En su viaje de vuelta, arrojaron las bolsas a la corriente del río San Juan. México aún tardaría algunos días en despertar al horror.

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