
Agustina Sosa- Especial para Infobaires24
Según la Real Academia Española (RAE), una distopía es la «representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana». Es decir, es una visión imaginaria de una sociedad que, en lugar de ser ideal (utopía), es indeseable y opresiva. (Explicación de la Inteligencia Artificial de Google)
Cuatro grados marcaba la temperatura del celular en la noche del miércoles 18 de junio. Fue un día de ventas complicadas -casi nulas- en nuestro negocio. Si la inflación baja, como dice Toto Caputo, no se nota tanto en las personas que preguntan precios y se rascan la cabeza, como quien hace cálculos para darse un gusto y aún así llegar a fin de mes.
De repente, cuando pensábamos que la jornada estaba finalizada, una sonrisa de dientes intermitentes ilumina la vidriera: es uno de los nenes que todas las noches vienen a pedirnos las sobras. Él y su vecino, un adolescente tan talentoso como carismático, de esos ángeles que bajan del cielo a mezclarse un rato con las injusticias inexplicables:
- “Hace mucho no te veo, te estuve trayendo todos los días una bolsa llena de ropa, ¿dónde andabas?
- Estuve trabajando en una obra grande, pero voy a volver todas las noches.
Me fui para adentro porque me moría de frío, y porque en realidad, me moría de bronca. Estoy francamente cansada de escuchar que cada día adolescentes más jóvenes tienen que dejar de estudiar para trabajar. Quizás en el fondo, de lo que estoy podrida es de no poder decirles que sigan estudiando cueste lo que cueste, si yo como universitaria hago malabares para pagar las deudas.
“He visto el otro país/ Pidiendo la libertad /De aquellos que encarceló /Sin explicación tanta impunidad” dice la letra de ‘El Otro País’, aquella hermosa canción que Teresa Parodi entona con un dolor barroso, como el mismo río Paraná. He pensado mucho en esa canción en estos días. Es que a mis 33 años, yo he visto otro país, muy distinto a este, desvanecerse en muy poco tiempo. Hace poco nomás, los nenes de sonrisas intermitentes eran visitados por el Ratón Pérez, mientras estudiaban con una netbook de Conectar Igualdad calentitos en la escuela primaria, en un comedor que no se colapsaba porque los padres tenían trabajo y no era necesario ir a la obra de construcción con ellos.
¿Han visto cómo se han borrado las sonrisas de las caras de los adolescentes? no creo que exista peor pecado para un país que permitirse jóvenes tristes. ¿Cómo hemos podido dejarles semejante vulnerabilidad? Quizás exista sólo un pecado peor: reprimir, golpear, lastimar, asesinar poco a poco a los jubilados.
Unos días antes, mi WhatsApp rebalsaba de invitaciones para viajar a Buenos Aires a bancar a Cristina Fernández de Kirchner. Lo pensé mucho, muchísimo. Decidimos quedarnos a remar el barco de las obligaciones de nuestro pedazo de Patria, que es una ciudad chica del interior del interior (yo sé que Cristina sabría entender). Pero la otra explicación -bastante más mezquina- tiene que ver con mi cobardía: no sé si me banco verla encerrada en su balcón, o mejor dicho, no sé si me banco ni siquiera poder verla en un balcón. A Cristina la vi hace varios años en la fiesta del Bicentenario, mientras las fuerzas de seguridad estaban designadas para repartir chocolate caliente y churros entre el pueblo, no para controlar DNI, carteles o bondis.
Qué difícil escribir estas palabras recordando fotogramas de banderas celestes y blancas por todos lados, con total gratuidad de los mejores espectáculos. ¿Cómo pudo generar tanta bronca ese país? ¿Cómo pueden odiarnos tanto? ¿Por qué nos odian tanto? “A mí lo que me da bronca es que haya robado tanto, tanto”- me dijo un jubilado el finde. He desmenuzado esa frase durante horas. Gira en círculos en mi cabeza el “tanto”. Es que vivo en una ciudad en donde el “roban pero hacen” es una consigna aceptada; no obstante, creo que a Cristina es de las pocas personas que no se le aceptaría un “roba pero hizo, hizo muchísimo”. Y demás está aclarar que yo ni siquiera creo que haya robado. No, no lo creo.
La Causa Vialidad está repleta de imprecisiones, de absueltos que -de ser todo real- deberían estar implicados y no lo están, en cambio está condenada la principal dirigente opositora a Milei (y a Mauricio Macri). Pero no importa nada de eso, porque desde que Durán Barba logró instalar que era necesario “un cambio”, el mantra antiperonista se volvió un diccionario de slogans. Si Joseph Goebbels fue el propagandista de Hitler que logró instalar que lo importante es la repetición hasta el hartazgo para que algo sea creíble, el sinfín de operadores de prensa que desfilan por los pasillos de Canal 13, La Nación, Infobae o los canales de streaming, llevan a la perfección la tarea dañina.
Streaming y todo lo mismo
Cuando Néstor Kirchner asumió, allá por 2003, le tocó remar en un país descreído de la política pero muy politizado. Habían sido los movimientos sociales, los héroes piqueteros, una comunidad organizada de mujeres que paraban el hambre en ollas populares, y la ira de la clase media con dólares arrebatados quienes habían tomado el espacio público. Mientras tanto, en el living de casa, Tinelli y CQC tomaban todo con humor. Todos los políticos eran iguales. Era poco cool tomarse las cosas en serio. Para eso estaban los aburridos, como mis viejos, que miraban Día D de Lanata (que era otro Lanata, muy distinto a la chimenea multimillonaria que se volvió al final).
Pero esto de tomarse las cosas en serio tampoco era copado, como pasa ahora. Y como millennial que ama cocinar escuchando de fondo el streaming de Martin Cirio “para despejar la mente un rato”, o consumir contenido político serio y humorístico a la vez con País de Boludos de Fede Simonetti, Santiago Cúneo o la editorial de Rolando Graña, frecuentemente me habita la culpa de pensar que si los militantes de los 70s nos vieran, nos sacarían a patadas de la comodidad del sillón.
Estamos todos esperando que a la revolución la haga otro. Que sean otros los que tomen la posta de Kosteki y Santillán, de todos los muertos en la Plaza de Mayo, porque sabemos cómo termina esta historia. Y quizás por eso nos damos el lujo del letargo de la tristeza y la miel de la melancolía, porque los niños que pasan hambre esta noche no son nuestros hijos, y los abuelos reprimidos en la calle no son nuestros padres.
La pandemia nos dejó un síntoma permanente: el entumecimiento frente al dolor. Habrá sido un experimento social o no, lo cierto es que el contador de muertes por COVID en los noticieros nos inmunizó ante otras tragedias: ¿quién se escandaliza visceralmente hoy antes los niños mutilados por las bombas en Gaza? ¿De dónde surge la idea de hacer memes de bombardeos en Medio Oriente? ¿Cómo toleramos que gendarmes destruyan la cabeza de un fotoperiodista? ¿Qué nos pasó entre aquel país que fuimos y este que somos?
Tuvimos un país que enviaba satélites al espacio. Tuvimos un país que jubiló a miles y miles de amas de casa que laburaron toda la vida de manera informal. Tuvimos un país que les garantizó el 100% de los medicamentos de PAMI a nuestros jubilados. Tuvimos un país en donde las maestras, los empleados asalariados, el comerciante de barrio viajó a Brasil por primera vez. Tuvimos un país en donde el comerciante no tuvo que elegir entre tener un empleado o pagar la boleta de la luz. Tuvimos un país en donde los niños no tenían que decidir entre estudiar o trabajar, entre jugar a las escondidas o salir a pedir sobras de comida, entre ir a clases o lastimarse los pies caminando con zapatillas rotas.
Tuvimos un país en donde los matrimonios jóvenes podían hacerse una casa con el PROCREAR y los alquileres no te condenaban a vivir con miedo. Tuvimos un país que vivía tranquilo, que podía reír, que comía asados a menudo.
También hubo un país desigual que se colaba en la informalidad de quienes no les quedaba otra que arriesgar sus vidas siendo delivery de alguna empresa multinacional que no les proporcionaba ninguna garantía laboral. También faltó llegar a cientos de asentamientos sin piso que no sea de tierra, sin techo que no sea de chapa, sin luz que no te cueste la vida. Es cierto, también, que no logramos luchar contra la total desigualdad.
“Lara no está, mi alegría se fue / ¿Quién puede hacerme reír? / Tengo un montón, no me quiero quejar /Pero Lara me hacía feliz” es una canción de amor de Zoe Gotusso que escucho a menudo. No porque conozca a alguna Lara. Pero sí porque conozco – o conocí – a una Cristina. Que sigue estando pero que debemos recuperar. Que no es lo mismo poder votarla que no poder hacerlo. Que no es lo mismo que el sol acaricie sus mejillas mientras riega las plantas a que no lo haga. Que el amor vence al odio. Pero con el amor solo no alcanza.
Habrá que empezar a enojarse.