
Por José “Pepe” Armaleo – Militante, abogado, magíster en Derechos Humanos, e Hipólito Covarrubias – Militante, ambos integrantes del Centro de Estudio de la Realidad Social y Política Argentina, Arturo Sampay
Frente a un cambio de era marcado por la automatización, la inteligencia artificial y el vaciamiento de lo público, esta nota es un llamado a la reflexión para asumir el protagonismo del tiempo que nos toca vivir, enfrentando la concentración económica y tecnológica, y tomar las riendas del futuro en beneficio de las mayorías.
Durante siglos, el poder fue un privilegio reservado a unos pocos. Pero si algo nos enseñó la historia —desde las antiguas ágoras griegas hasta las luchas populares contemporáneas— es que el poder también puede y debe ser una construcción colectiva. Puede y debe ser arrebatado a quienes lo ejercen solo en su propio beneficio. Y ese desafío, hoy más que nunca, interpela a todos en general, pero especialmente a las juventudes.
Es cierto que atravesamos una época compleja. La automatización, la inteligencia artificial y la obscena concentración de la riqueza parecen anunciar un futuro sombrío para millones, pero en especial a los jóvenes de todo el mundo. Muchos sienten que el esfuerzo no vale la pena, que la educación ya no garantiza progreso, que los sueños de estabilidad, trabajo digno o vivienda propia son cada vez más inalcanzables. Y no es una percepción errada: los datos confirman que las nuevas generaciones vivirán, por primera vez en mucho tiempo, con menos derechos y menos oportunidades que las anteriores.
Pero precisamente por eso, porque el porvenir no está asegurado, es urgente dejar de pensar la política como un espectáculo ajeno. Si no nos interesamos en la política, la política igual se interesará por nosotros. Y, como decían los griegos, abandonar lo público no nos convierte en neutrales: nos convierte en idiotas, en el sentido clásico del término, que aludía a quien se desentendía de lo común, de lo que afecta a todos.
Muchos jóvenes se sienten desilusionados con la democracia. Y habría que preguntarse: ¿qué democracia se les ofrece? ¿Una donde las promesas se rompen y el poder real lo tienen quienes nunca se presentan a elecciones? ¿Una democracia que no garantiza ni vivienda, ni educación, ni futuro? Sin embargo, aún con todas sus limitaciones, es en el marco democrático donde se puede disputar poder, sentido y destino común. Pero eso requiere organización, conciencia y participación activa. No se trata solo de cambiar personas, sino de cambiar estructuras.
El poder no se declama. Se construye colectivamente. No desde el marketing ni el odio, sino desde la comunidad. Y ese poder no se ejerce para administrar lo dado, sino para reconstruir lo común, redistribuir la riqueza, y recuperar el sentido del Estado como herramienta colectiva y democrática de transformación.
Hoy atravesamos un verdadero cambio de era. No es simplemente una crisis: es una mutación profunda en las formas de producir, de comunicarnos y de vincularnos. La automatización y la inteligencia artificial están transformando radicalmente el mundo del trabajo. Las plataformas digitales concentran datos, riqueza y poder en manos de unos pocos, mientras millones son arrojados a la informalidad o la exclusión.
Pero los poderes reales —económicos, tecnológicos, financieros— no solo apuestan a esa concentración: también saben que el ser humano es un organismo biológico. Y por eso muchas de sus estrategias se basan en esperar el desgaste físico y emocional de quienes lucharon por más derechos. No es lo mismo un joven que nació con un celular en la mano que aquel que se formó con libros, debates cara a cara y participación colectiva. Es decir que, apuntan al reemplazo generacional sin transmisión de experiencia, al corte de memoria, al olvido planificado.
Una de las consecuencias más visibles es la merma en los vínculos humanos: relaciones atravesadas por pantallas, emociones reguladas por algoritmos, vidas moldeadas para el rendimiento individual. La tecnología en manos del poder concentrado, lejos de ser neutra, ha sido orientada para fomentar el individualismo, el exitismo y el consumo. Y los mismos actores que controlan los medios y las redes también han instalado que la política no sirve, que los dirigentes son “la casta”, que no hay nada por hacer. Un experimento exitoso, sin duda. Pero no irreversible.
Por eso, a quienes hoy sienten que todo está perdido, les decimos: no hay destino sellado. Hay una tarea pendiente. Y es nuestra. Porque si no tomamos las riendas del Estado y cada estamento de poder, otros lo harán en contra nuestra. El porvenir necesita militancia, necesita rebeldía, pero también necesita proyectos y objetivos alcanzables. Este es un llamado a transformar la frustración en acción. A no regalarle la política a los que la vacían de contenido. A construir una democracia real, participativa, con futuro.
El futuro no se espera. Se construye codo a codo. Y construirlo es la tarea.
“La historia no se borra, la memoria no se clausura, la justicia no se negocia, la soberanía no se entrega y la apatía es la derrota que ningún pueblo puede permitirse”.