Relatos de Entrecasa: «Nueve y Diez» -en la voz de APO-
Un relato de Abel Antonio Ponse narrado, con la maestría de siempre, por Alejandro Apo.
Si somos voluntariosos, la imaginación se acerca a la realidad y viceversa. Y en el medio de una y otra, ese código de sortilegios que es el fútbol.
«Y pensar que creí que el Cabezón Enrique Ferrari exageraba.
Que eso de reconocer un jugador con solo verlo caminar era uno de sus embustes, de sus ocurrencias. Ahora, que el tiempo y la distancia pusieron cada cosa en su sitio, admitió que , lejos de exagerar, el hombre fue infaliblemente certero»
La tangible demostración de su talento, la exhibió una noche en que fuimos a un bar de la Costanera a despedir no sé qué. Nos atendió un mozo que frisaba los 50 años. Era alto, morocho, de cejas pobladas; con un gesto severo que le arrugaba el entrecejo. Pasaba con holgura los 90 kilos y las piernas combadas se le gastaban por el lado de afuera de los tacos. Llevaba el pelo largo y un arito le destellaba en el lóbulo derecho. Estrujaba un trapo rejilla con manos de gigante, donde sobresalía nítida la uña del dedo meñique, filosa como una navaja. A pesar de estar decididamente gordo, se movía con gracia y eficacia llamativas.
A la primera cerveza que trajo, el Cabezón me tomó del brazo para susurrarme en confidencia: “jugaba de nueve”. “¿Lo conocés?”, pregunté. “No lo ví en mi vida”, respondió tajante y sin vacilar. Lo miré extrañado, sin entender, y él no agregó palabra. A la segunda pasada del mozo, Enrique apuntó: “era zurdo; iba bien de arriba”.
A partir de allí se generó una situación curiosa: El mozo dejaba un pedido y Ferrari una definición: “metía los codos”, “se tiraba a los costados”, “iba al frente y no arrugaba”. Pasaba el tiempo y me iba ganando una extraña sensación. Por un lado, me causaba gracia la insistencia de mi amigo, los detalles que aportaba, por el otro, más miraba al mozo y más me persuadía la certeza del diagnóstico. Quién sabe si por lo que tomaba, o por la convicción del Cabezón; a partir de la tercera cerveza al mozo lo veía de pantalones cortos, el pelo largo y brilloso ceñido por una bincha, el gesto corajudo, la chaquetilla suelta y la gélida mirada de los goleadores. Cuando estaba ocasionalmente parado en el mostrador y alguien gritaba: ¡mozo!, lo veía girar como un rayo y sus codos parecían estiletes. Un parroquiano le reclamó por un error: “era un lomo gratinado maestro, no especial” y él concedió contrariado, apretando los dientes y elevando la vista al cielo, como si acabara de errar un gol, imperdonable para un tipo de sus condiciones.
Levantaba un pedido y se dirigía al mostrador con el dedo índice en alto voceando: “una porción de fritas y un liso para la 17” y, a mí, se me hacía que estaba pidiéndola larga, como quien pica al vacío.
La precisión de los datos que aportaba el Cabezón, sumados a mi imaginación y al alcohol que consumíamos sin piedad, me colocaron ante una situación curiosa. No sé si lo podrán entender, pero a mí me daba no se qué molestar a aquella gloria futbolística nada más que para pedir una picada. Y ya me incomodaba enormemente que lo otros parroquianos lo cargosearan justo a él, que jugaba de nueve, que metía los codos, que iba al frente y no arrugaba, que desequilibraba en una baldosa y qué sé yo cuántas cosas más.
Trajinaba ida y vuelta a la barra, gambeteando sillas arteras y mesas que iban a los pies en un zig-zag preciso y efectivo. Entre risas estridentes y brindis sin sentido, lo veía pasar con gesto reconcentrado y un altivo brillo en la mirada, como un viejo león de circo, animal prodigioso y mortífero, reducido a tonto entretenimiento de gente aburrida.
Y llegamos a esa altura de la noche en que los comensales comienzan a ralear. Algunos se van poniendo excusas, otros aprovechan que alguno se levanta para hacer causa común, por fin, hay quien se marcha sin decir palabra.
Estábamos, digo, en ese extraño momento en que ya no se come, pero se sigue tomando, aunque de modo diferente. No con los bríos de la primera vuelta, ni con la alegría y el estruendo de la segunda o tercera copa, sino en forma grave y pausada. Como si los platitos de maní, las botellas vacías y los restos que se amontonan desordenados sobre la mesa fueran un absurdo campo de batalla, cuyos restos invitan a la reflexión o, por lo menos, al silencio.
Fue justo ahí, en ese momento, en que Enrique me apoyó la mano en la rodilla, como anunciándome que algo iba a suceder. Levantó la mano, chasqueó los dedos y dijo: “¡mozo!” y al punto acudió aquel centro delantero formidable que, a esa altura del partido, mostraba evidentes signos de cansancio. Con voz neutral, Ferrari ordena: “una cerveza, por favor”. El de rulos volteó su cuerpo pero no alcanzó a enfilar para el mostrador, cuando el Cabezón como al descuido, agrega: “mozo, ¿Ud. jugaba al fútbol?”. El tipo giró tan rápido como pueda uno imaginarse y, sino hecho el cuerpo hacia atrás, me fractura el tabique con un codo.
“Sí”, respondió el Nueve sorprendido. Aunque aclaro que el hombre estaba gratamente sorprendido, como aquél que por pudor esconde durante años una virtud, alguien la descubre, y la exalta delante de sus amigos.
Dijo “sí”, con manifiestas intenciones de iniciar un diálogo, pero Enrique se puso repentinamente serio y, sin mirarlo, completó el pedido: “agregue unos ingredientes, por favor”. Eso descolocó al mozo. Como si la pelota le hubiese picado mal, quedó fuera de distancia, con el gesto desairado. Lo vi vacilar una fracción de segundo pero los delanteros no dudan y él, que seguro era de los mejores, no se permitió ese lujo y rumbeó para el lado del mostrador. “Una cerveza con ingredientes para la 17”, casi gritó levantando el dedo índice. Otro pique el vacío.
A partir de allí, el mozo comenzó a merodear nuestra mesa con velada obstinación. Está bien que ya quedaban pocos clientes pero abundaba en tareas innecesarias y hasta arrimó unos dados de queso que no habían sido pedidos y, cuando amagamos el rechazo, se justificó: “una atención de la casa”.
Enrique, en cambio, permanecía indiferente y lejano, sin apariencias de percatarse del asedio permanente del mozo que, nuevamente, aparecía fuera de distancia. Juego extraño aquél donde el que había iniciado el diálogo no quería continuarlo —o eso parecía— y el otro, que no lo había comenzado, no hacía otra cosa que buscar excusas para continuar la charla.
Por fin, venciendo el pudor. Gambeteando a duras penas una timidez de niño, el delantero se acerca a mi amigo y le dice:
– Disculpe Señor… Ud. me vio jugar?
Ferrari fue el más consumado bromista que se haya visto jamás. Tan bueno en aquello de tomarse todo en broma —porque aprendió a reírse sin piedad de sí mismo— que no pocas veces fue cruel con sus chistes. Pero así como reconocía un jugador en un abrir y cerrar de ojos, sabía —vaya uno a saber cómo— cuando tenía frente sí a una buena persona. Y sabía, porque lo sabía, que si le decía a aquel niño corpulento, que no lo había visto en su vida, que, en realidad, se trataba de una mera intuición, de una corazonada, de un juego; iba a lastimar innecesaria y mortalmente la sensibilidad de aquél 9 devaluado, de aquella gloria gastronómica, que picaba si, pero milanesas y que desequilibraba noche tras noche en las baldosas opacas de un bar de la Costanera vieja.
Porque el Cabezón era un bromista pero, por sobre todas las cosas, un buen hombre solo dijo:
– Ayudame.
El 9 fue a buscar la pelota justo al lugar que Enrique se la tiró. Inclinó su cuerpo de buey, apoyó sus manotas en el respaldo de una silla de chapa, dejó a un lado el húmedo y pringoso trapo rejilla y se colocó frente a mi amigo.
– ¿Delantero? —Inquirió Ferrari.
– Delantero. —Confirmó el mozo.
– ¿Nueve? —dijo el Cabezón, disimulando incertidumbre.
– Bien de área. —Se agrandó el de chaquetilla.
– Zurdito…
– Zurdo —lo cortó el otro con carácter.
– Ibas bien de arriba —aseguró mi amigo.
– La mitad de mis goles fueron de cabeza —alardeó el delantero.
– Tenías tu carácter.
– Nunca me dejé llevar por delante. —respondió con tono amenazante el crack.
– Eras mañero. —Aseveró mi amigo.
– Si cuando recibís de espaldas, no usás los codos te operan en la primer pelota —se justificó el grandote, mientras estrujaba el trapo rejilla, retrocedía unos pasos y recibía de espaldas a un arco imaginario, semi agazapado como un gallo de riña, llevando levemente hacia atrás aquellos codos letales.
Asistía absorto a aquel duelo donde el Cabezón repetía virtudes y características que me había anticipado al oído y el Nueve las reconocía y, si podía, las agrandaba. Entre pregunta y respuesta o, para mejor decir, entre afirmación y confirmación, se fue armando un diálogo donde las condiciones del goleador fueron encajando en una previsible historia. Pibe talentoso, que sale goleador en dos torneos consecutivos jugando para Libertad de Sunchales, es traído a Gimnasia de Ciudadela por un familiar con vinculaciones. Tres torneos al tope de la tabla de goleadores y la posibilidad de Colón de Santa Fe.
– Me rompí la rodilla Cabezón —dijo, ya familiarizado el mozo que, a esa altura, se había sentado a la mesa con nosotros, únicos sobrevivientes de aquella noche y de aquel bar de la Costanera.
– Sí que me operé… pero en aquella época tenías que agradecer si salías vivo del quirófano. Encima, justo me sale la posibilidad de un trabajo fijo y adiós goleador… —dijo con una mueca, que pretendió ser una sonrisa, pero con un gesto tan triste, con unos ojos tan apagados, con un cabeceo tan desalentador que, si Enrique no salva la situación, daba para abrazarlo como si hubiese errado el último penal en la final de un Campeonato del Mundo.
Ferrari salvó la situación como solo él podía hacerlo. Al vuelo recita una formación del Gimnasia de Ciudadela de aquellos años y a nuestro goleador le volvió el alma al cuerpo.
Ya no quedaba nadie en el bar. El mozo había liberado al del Mostrador: “andá que yo cierro”, dijo. y siguieron una conversación entre sillas y defensores apilados, con la media luz tristona del boliche y una botella de vino tinto que, como por encanto, apareció sobre la mesa.
Yo no había abierto la boca, entretenido como estaba escuchando a aquellos próceres futbolísticos. Porque el Cabezón también fue un jugador excepcional. Yo lo quería, sí. Fue mi amigo, sí. Pero así lo hubiese odiado, o hubiese sido su enemigo, no podía dejar de reconocer a un futbolista de sus condiciones y eso que no lo conocí de joven, sino de grande, cuando había emigrado su talento de la delantera al medio campo, para convertirse en un jugador de categoría, un “10” de pegada precisa y potente, con buena ubicación y con más mañas que un empleado municipal. Es decir, lo conocí cuando ya estaba gordo, y no quisiera avanzar sin detenerme en esa idea. Posiblemente, en otros lugares del mundo, un tipo excedido de peso va a parar sin atenuantes al arco pero, en Argentina si enfrente tenés un tipo con culo y panza, lo último que podés hacer es confiarte porque, mínimo, sabe cubrir la pelota.
En un momento, sin embargo, el Nueve que tiraba paredes con el Cabezón pareció advertir mi presencia y con gesto severo inquirió: “¿Ud. pibe juega?”. No me tuteaba por una cuestión de respeto pero, no hacia mí, sino hacia él. Es decir, me imponía una distancia entre sus antecedentes y los míos, entre sus sobradas condiciones y mis dudosas virtudes. Yo venía de las inferiores y estaba a prueba. Él, en cambio, era titular indiscutido y, sin ser arrogante, era conciente del lugar que ocupaba. Al principio, lo había tuteado, con desparpajo juvenil, pero ahora me sentía disminuido, como frente a una mesa examinadora o un tribunal demasiado severo.
Toda mi vida fui un entusiasta. Me gustaba y me gusta el fútbol de alma pero, una cosa es tocar la guitarra, y otra es pedírsela a Luis Salinas. Entré a vacilar, porque no podía mentir descaradamente pero, tampoco, quería que pensara que le había abierto el templo a un pagano. Dudaba, porque yo sí podía dudar, cuando se escuchó la voz seria y autorizada de mi amigo.
– A mí me gusta jugar con el pibe.
– Entonces, el pibe es un fenómeno —remató el mozo.
Lo miré con perplejidad, porque el Cabezón con increíble precisión conceptual no dijo: “juega bien”, sino, “a mí me gusta jugar con el pibe” y, cuando quise afinar el concepto, ahí nomás, el grandote definió de primera:
– Para cada uno de nosotros, el mejor jugador es el que más queremos. Por eso, no hay como jugar con un hermano, con un hijo, o con un amigo. Y si vos al pibe lo querés siempre en tu equipo, es porque primero lo apreciás como persona, entonces, —repitió— ¡el pibe es un fenómeno! Y si vos lo querés, yo también —dijo, generalizando, en un tono eufórico que nunca sabré si se debió a la firmeza de la convicción que expresaba o al vino que ya habíamos tomado. Pero no importa.
Vivo para moverse en espacios reducidos, el delantero sorteó la mesa y me ganó la espalda. Sentí su mano inmensa en la nuca y, como quien recoge un puñado de semillas, me tomó del pelo cariñosamente y repitió con una sonrisa melancólica: “el pibe es un fenómeno” y Ferarri cabeceó confirmando, mientras destapaba otra botella.
Lo demás fue una fiesta. El Cabezón habilitaba y el Nueve concretaba. Recibía de espaldas y se sacaba la marca, la embocaba al primer palo, de rastrón, de emboquillada, amagaba o definía de primera, pero siempre infalible. No recuerdo cuantos goles hizo, la mitad fueron de cabeza, pero en todos ellos lo asistió Enrique con precisión de relojero. Yo me divertía viéndolos jugar pero trataba de cubrirles las espaldas, para que no nos liquidaran de contragolpe.
Y fue así, que la luz de afuera comenzó a vencer al foco de adentro, y decidimos dar por terminado el partido. El Cabezón andaba en auto y se ofreció para acercar al Nueve.
– No, dejá, estoy motorizado —dijo el mozo, al tiempo que cerraba la puerta del bar. Detrás de unos cajones arrumbados, sacó una bicicleta; encorvó el torso, haciendo emerger sus codos como aletas de tiburón y, antes de perderse en el silencio de aquella madrugada, levantó el pulgar hacia arriba a modo de saludo.
Enrique me pasó la mano sobre el hombro, hechó hacia abajo la comisura de los labios con incredulidad y cabeceando con admiración, solo dijo: “¡qué jugador!”.