
Nadie se salva solo: empatía, justicia social y la memoria que ya practicamos
Columna de Lic. Mariana Karaszewski . Psicóloga, astróloga, fundamentalista de la empatía -y convencida de que lo común todavía tiene futuro-. IG: @soyastroypsico_
En los últimos días, la frase “nadie se salva solo” estuvo circulando con mucha fuerza a raíz del estreno de la serie El Eternauta y el impacto que provocó en los millones de espectadores. La leímos por todos y escuchamos análisis hasta el hartazgo. Muchos la compartieron como si se tratara de una revelación; sin embargo, para muchos otros (entre los que me incluyo) esa frase no tiene nada de nueva. Por el contrario, es más bien un “leitmotiv”, que en los tiempos que corren se ha vuelto una urgencia cotidiana, una brújula ética, política y emocional. No me deja de sorprender, y por momentos hasta me entristece, que tenga que irrumpir una obra de ficción para que algo tan evidente —tan vital— se vuelva visible. ¿Qué nos está pasando como sociedad para que tengamos que recordar que necesitamos al Otro? ¿Desde cuándo la solidaridad dejó de ser una base y pasó a ser una excepción?
Lo colectivo como base: una forma de mirar el mundo
Quienes crecimos o militamos en espacios atravesados por el peronismo – el verdadero peronismo, el de Juan y Eva – sabemos que la idea de comunidad no es un ideal romántico ni una consigna vacía, sino una práctica concreta y un principio político que se practica todos los días. La justicia social se construye con políticas públicas, pero también con una ética cotidiana: mirar al costado, tender la mano, reconocer que el mérito individual no alcanza cuando hay desigualdad estructural. Entendemos casi de manera natural, “innata”, que no hay posibilidad de justicia ni de dignidad sin organización colectiva. Desde los derechos laborales hasta las políticas de vivienda, salud o educación, todo lo que se construyó en clave peronista tuvo siempre como motor una convicción clara: nadie puede vivir plenamente si está rodeado de exclusión. En este sentido, no se trata solo de asistir al otro, sino de reconocer la plena existencia de ese otro y hasta de reconocernos en el otro. No comulgamos con el “sálvense quien pueda”, ni creemos en la meritocracia como salvación individual, sino en la solidaridad organizada como forma de redistribuir no solo bienes materiales, sino también sentido de pertenencia, dignidad y futuro.
Empatía: más allá de la emoción, una herramienta política
La psicología nos invita a pensar la empatía como una función compleja. No se trata de sentir lástima ni de identificarse emocionalmente con el sufrimiento ajeno. La empatía —bien entendida— es la capacidad de salir del propio lugar, escuchar, percibir y alojar al otro sin anularlo ni juzgarlo. Es un puente que nos permite entender realidades distintas a la nuestra y actuar en consecuencia. Pero la empatía no puede quedar reducida al plano personal. En una sociedad desigual, la empatía debe transformarse en conciencia política. Porque cuando comprendemos verdaderamente el dolor del otro, ya no podemos mirar para otro lado. Cuando me afecta lo que le pasa a una compañera de trabajo, a un pibe del barrio, a un jubilado que no llega a fin de mes, también estoy diciendo: «yo no estoy completa si a vos te falta». Y esa es la raíz de cualquier proyecto de justicia social.
Frente a esto, el individualismo aparece como una de las grandes “patologías” de nuestra época; época en la que todavía tienen plena vigencia frases como el famoso “mejor no te metas”, ¿les suena?. Pero esta lógica de mirarse el ombligo nos rompe por dentro y por fuera. Nos aísla, nos enfrenta, nos hace desconfiar los unos de los otros. Construye subjetividades encerradas y a la vez agotadas por tener que sostener todo solas.
Desde la psicología podemos leer ese individualismo como un síntoma defensivo: una manera de protegernos en un mundo hostil. Pero es una protección que termina hiriendo más de lo que cuida, y termina siendo peor el remedio que la enfermedad. Porque en lugar de fortalecernos, nos fragmenta. Y sobre todo, nos impide ver que los problemas colectivos no se resuelven con soluciones privadas, porque ningún bienestar individual puede sostenerse en un contexto de exclusión social.
Reconstruir lo común: la empatía como decisión política
Siguiendo esta línea, entendemos que la empatía no es una emoción espontánea. Es una capacidad que se entrena, que se elige (o no) y se practica. Y en una sociedad como la nuestra, no puede quedar solo en lo privado. Hay que convertir la empatía en una herramienta política.
Por eso, sería muy bueno “re-politizar” la empatía, organizar la ternura, defender lo común. Nadie se salva solo no es una frase para poner en una remera, no es una frase de moda: es una brújula; un llamado a transformar nuestra forma de estar en el mundo, a dejar la indiferencia de lado. En un país con tanta desigualdad, con tanta herida social… en este clima de época desprovisto de solidaridad no alcanza con conmoverse: hay que comprometerse, involucrarse, meter los pies en el barro. Cada uno desde el lugar que quiera y pueda: desde el barrio, la escuela, el trabajo, el sindicato, los espacios comunitarios. Desde donde se pueda, pero siempre con otros.
Ojalá El Eternauta sirva, al menos, como una puerta de entrada, como un punto de partida para que más personas se animen a pensar así. Pero no olvidemos que, mientras algunos redescubren la solidaridad a través de una serie, otros la practicamos hace tiempo, sin cámaras ni hashtags. Porque somos muchas y muchos quienes, incluso en los peores contextos, nunca dejamos de creer que el otro no es una amenaza, sino una promesa.
Un cierre desde lo personal: la empatía, también desde las estrellas
Por último, y permitiéndome ser un poquito autorreferencial, también siento que la manera de habitar la empatía tiene raíces profundas en mi forma de ser y de mirar el mundo. Desde una mirada astrológica y siendo fiel a la gran cantidad de energía de agua presente en mi ADN natal (sol y ascendente en el signo de Piscis) encarno una sensibilidad particular hacia lo colectivo, hacia lo que duele y lo que necesita ser cuidado. Y claro, no elegí esta profesión por casualidad. Piscis es el signo de la entrega, del servicio, del disolverse en el otro no para desaparecer, sino para comprender. Esa energía me atraviesa y me guía: por eso no concibo una vida en donde el dolor ajeno me sea indiferente, ni un proyecto que no tenga como base el cuidado mutuo. Porque, en definitiva, nadie se salva solo… y yo no quiero salvarme sola.
