
EL MINISTERIO DE LA DISTRACCIÓN
Milei, el relato único y la democracia en peligro
En un contexto de crisis económica y creciente malestar social, el gobierno de Javier Milei ensaya una recuperación de imagen basada en la construcción de enemigos simbólicos. Periodistas, jueces, docentes y medios críticos son presentados como “la casta” para justificar el avance sobre las instituciones democráticas. Como en 1984, se impone una verdad única, sin preguntas incómodas ni control del poder. El Ministerio de la Verdad ya no es ficción: empieza a parecerse demasiado al presente.
Una encuesta reciente de la consultora Delfos reveló que Javier Milei recuperó cinco puntos de imagen positiva en abril tras haber tocado fondo en marzo. Ahora se ubica en un 38%, aunque la imagen negativa sigue siendo dominante, con un 55%. El sondeo plantea dos escenarios electorales posibles: uno con una oposición unida que podría equilibrar fuerzas con el oficialismo, y otro con fuerzas dispersas, donde el gobierno aún retiene competitividad.
Pero más allá de los números, lo que preocupa no es la encuesta sino el contexto en que se da esta leve recuperación: un clima político tenso, con índices económicos alarmantes, sin resultados visibles en la gestión y con una sociedad atravesada por el ajuste. En ese marco, el gobierno parece haber optado por una salida conocida: marcar agenda a través de enemigos simbólicos.
La estrategia es clara. En lugar de gobernar sobre la realidad, Milei gobierna sobre la percepción. Y para eso necesita un relato. En ese relato, los enemigos no son los responsables de la inflación, del endeudamiento o de la recesión: son los periodistas, los jueces, los medios, el Congreso, el “Estado”, los docentes, la cultura, las universidades. Cualquier actor que piense, investigue, cuestione o controle es sospechoso.
Pero la destrucción del periodismo no es una mera táctica comunicacional. Es una cortina de humo. Enfrentado a su propio fracaso, el gobierno necesita desviar la atención, y lo hace agitando fantasmas. No se trata solo de insultos en redes o de gestos de desprecio. Hay una operación estructural para deslegitimar a la prensa: desde sembrar dudas sobre periodistas con nombre y apellido hasta reemplazarlos en Casa Rosada por influencers afines y plantear que las conferencias de prensa deberían ser respondidas a “la gente”, sin intermediarios.
Y todo esto mientras las pautas publicitarias del Estado, que tanto se denuncian como “sobres”, no desaparecieron, sino que fueron canalizadas por vías opacas. Una investigación reciente reveló que gran parte de la pauta estatal se terceriza a través de YPF, donde se direccionan contratos millonarios a medios y figuras afines al oficialismo, eludiendo mecanismos de control y transparencia. El gobierno que prometía cortar privilegios termina sosteniéndolos… solo que a su medida.
Lo mismo ocurre con la Justicia. No se trata solo de críticas a sentencias específicas: es un discurso sistemático que busca deslegitimar todo el poder judicial. Cualquier fallo adverso es “lawfare”. Cualquier juez independiente, “un miembro de la casta”. Pero si el periodismo no puede investigar y la Justicia no puede juzgar, ¿quién queda para controlar al poder? ¿Dónde queda el equilibrio republicano?
Este 22 de abril se cumplen 40 años del inicio del Juicio a las Juntas, un acontecimiento sin precedentes en el mundo: por primera vez, un país democrático juzgó en tribunales ordinarios a los responsables de una dictadura sangrienta, sin tribunales especiales ni leyes de excepción. Fue un gesto jurídico, político y ético de enorme valor que puso en evidencia no solo los crímenes del terrorismo de Estado, sino también el carácter estructural del modelo económico impuesto a sangre y fuego. Mientras hoy se banalizan conceptos como “casta” o “libertad”, conviene recordar que la democracia argentina se fortaleció cuando fue capaz de mirar de frente al horror, juzgarlo y dejar constancia de que ningún poder está por encima de la ley.
Esta lógica recuerda inquietantemente a la novela 1984 de George Orwell. En esa distopía, el Estado controlaba no solo la información, sino también el pensamiento. El poder no solo reprimía: reescribía la historia, modificaba los hechos del pasado y castigaba cualquier forma de pensamiento autónomo. Había un Ministerio de la Verdad, donde se manipulaban los hechos y se castigaba el disenso. No importaba lo que sucedía realmente, sino lo que el poder decía que había sucedido. “La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza”. En ese universo, los ciudadanos no debían saber: debían creer. Lo esencial no era lo que pasaba, sino lo que se decía que pasaba. Algo similar se busca instalar hoy: una narrativa oficial cerrada sobre sí misma, sin prensa crítica, sin controles institucionales, sin preguntas incómodas.
Cuando Milei afirma que “la gente no odia lo suficiente a los periodistas” o que son “sicarios con credencial”, no solo está insultando. Está sembrando una idea peligrosa: que solo su palabra es válida, que no hay más verdad que la que emana del Poder Ejecutivo y sus canales de streaming.
No se trata de idealizar al periodismo ni de desconocer que existen medios concentrados que operan con intereses económicos y políticos. Pero no se puede caer en el simplismo de poner todo en la misma bolsa. Esa confusión no es ingenua: es funcional a un proyecto autoritario que busca debilitar cualquier forma de control social e institucional. Destruir al periodismo crítico no es un acto de transparencia ni una reivindicación de la libertad: es el paso previo a la instalación de un sistema de propaganda estatal encubierta. No es libertad de expresión lo que está en juego, sino el derecho de la sociedad a informarse, a debatir, a interpelar al poder. Cuando se intenta uniformar el discurso público, lo que se busca no es la verdad: es la obediencia.
Partir de la premisa falsa de que toda crítica es conspiración lleva a una conclusión igual de falsa: que el poder no necesita ser controlado. Y cuando eso pasa, lo que se erosiona no es una gestión: es la democracia misma.
“La historia no se borra, la memoria no se clausura, la justicia no se negocia y la soberanía no se entrega”.
Por José “Pepe” Armaleo – Militante, abogado, magíster en Derechos Humanos, integrante del Centro Arturo Sampay.