Opinión

La manzana sidrera

 

 

 

Por Lucas di Benedetto, especial para InfoBaires24

 

Conversaba hace unos pocos días con un querido amigo, y éste me dijo una frase que por descuido escenográfico (el mate, el control remoto de la tv, y demás hechos distractorios que componen una conversación telefónica que arranca informal), no capitalicé en un volumen acorde a su valía sino hasta 48 horas después: “a los de nuestra generación no nos enseñaron a pensar el mundo, sino a replicarlo tal como fue pensado antes”

 Articulaba este concepto, con las disciplinadas y verticales reacciones ofrecidas por la Aristocracia Periodística, ante lo que fue simplemente la identificación de un hecho sociocultural como lo es la participación política masiva (como realidad objetiva y ya naturalizada de estos tiempos), y puntualmente la militancia como vehículo social conector de de ideas y medios (ideología), corpórea y visible en la blonda cabecita -cual manzana sidrera- del grandioso Casey Wander.

 No generó ninguna sorpresa en mí encontrar este enroque de responsabilidades que activó y multiplicó el empresariado premium a través de sus empleados mediáticos mas calificados (al menos si se refiere al salario que se meten en la faltriquera), dado que el sentido común que ellos poseen, identifica a los niños sólo como humanitos destinados a componer el papel de consumidores de los productos Disney o Play Station, y no como sujetos capaces de poner en valores humanos a la gestión Pública.

 Casi no lo permiten en adultos (a los cuales solamente parecieran legitimarles la chance técnica del voto), mal lo podrían digerir y tolerar en un infante, “por más educado, simpático, leído y anglo apellidado que seas, Wander… no te lo vamos a permitir: no hicimos desfinanciar la educación pública de la generación de mamá Nydia para que ahora no manotees un joystick sino un libro cuando querés saciar tu curiosidad existencial”, han de haber estado musitando, mientras le daban un trago a un grueso vaso de Dalmore 64 Trinitas, y miraban las luces de la ciudad desde un piso 30, en plena madrugada de lobby erosionante.

 Ningún sujeto de mi edad o parecida -para arriba o para abajo- tuvo la suerte de los que nacieron en almanaques mas actuales; viví mi niñez en dictadura, mi adolescencia embarrado en el desencanto primaveral de Alfonsín y mi facultad e ingreso al primer laburo en pleno Menemato: son ejes de catástrofe si de militancia evolutiva se trata, por prohibido, por frustrante y por infame, como subproductos ubicados en ese orden en la línea de tiempo político referido.

 Por supuesto, esto generó alcances pérfidos en una muy buena parte de mis contemporáneos y satélites, minando gran parte de su sentido de participación social, de su interés político y militante. Mucho más de lo que pensé posible. Incluso a algún que otro, antes muy próximo, al cual aún quiero, más mérito de la memoria emotiva que del hoy.

 Que no intentaron y por ende no pudieron (ni pueden, y muy probablemente ni podrán), escapar de su condición de propietarios de una mirada asustadiza, gorda de sospechas, automatizante, menesterosa, primaria, binaria, negadora de cualquier cambio, predicadora de la idea de que “el mundo” es un puñado de países ricos que supone unidad de medida de lo serio, conformista con el statu quo en grado supremo, vecinalista, estigmatizadora de la mucama, preñada de una idea borrosa de la ética, aislada de cualquier colectivo social salvo los quince compañeros de yoga o de teatro (o actividades entretenedoras de una hora dos veces por semana a diez cuadras de la casa), admiradora secreta de la mano invisible del mercado y admiradora coyuntural de la mano dura del uniformado, y una serie de condiciones -que además de conceptuales- son operativas a favor del individualismo, la colección de anécdotas y la profecía autocumplida de que “este país es una mierda”.

 Pues bien. Quien desde ahí arranca, es difícil que ante tamaño agobio pretenda militar en política. Probablemente ni siquiera se permita escuchar lo que otro dice, en el formato que fuere.

Para qué, si lo que piensan del país es autocondenatorio.

Y encima ni pierden la chance de entregar su oreja -diariariamente- a los operadores mediáticos, cultores de ese criterio, que los aleja de toda chance de reversionar lo que pensaron toda la vida: «de política y de religión (?) no se habla en la mesa»; (¿por qué no?).

Y esa construcción, un buen día se ve desafiada severamente, por… un niño.

 Un niño, él es el que los expone. Claro, es el colmo.

 Piola, cariñoso, sano, muy educado y no menos pícaro. Les marca el camino, los pone bajo una lupa y los para de frente a un espejo que no les devuelve nada, mas que algunas periféricas semicalvas o patas de gallo, producto de años de recuerdos que no recuerdan pero sienten.

Entonces enojados con el pequeño, potencian su moralina, su rencor, su miedo a la superación del otro, su terror a comprobar lo que se perdieron, y que si ellos se lo perdieron, como buenos trovadores del sentido individual, otro debe perdérselo.

Alcanzan consejos penosos, que arrancan en el comentario de tía de Caballito, pasan por la diatriba de padre violento y terminan en un imaginario arrodillar la inconducta en el maíz de colegio de Curas.

 Es conmovedor (o debería serlo) ver que los que nacen y crecen viven mejor que los que envejecemos: es definitivamente maravilloso. En un sentido casi Darwiniano, no debería nadie renunciar a celebrarlo.

 Porque no haciéndolo, entonces caería en saco roto tanto silencio obligatorio, tanto libro de texto de historia Mitrista que nos han inoculado, tanto palo, tanta ajenidad, tantos mocos tragados y tanta imposibilidad de poner la pica en Flandes en la vida.

 Constituye un verdadero fracaso cultural de los de mi tiempo no eyectarse rebeldes ante este cuadro.

 Y por cierto, califica torpe y elemental la posición filosófica del fustigador de la militancia joven, el hecho de que, por ejemplo, una canción viejísima de Serrat podría hoy, en pleno 2014, seguir conteniéndola en palabras con mínimos retoques.

 Casey, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca.

 

 

 

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