
Cristina, no lo entenderías
Hay fenómenos que no se explican con lógica de manual, ni se desmontan con titulares judiciales o editoriales de tapa. Hay fenómenos que no entran en las categorías del sentido común. ¿Cómo se explica que haya gente que viaje miles de kilómetros para verla, aunque sea de lejos? ¿Qué motor invisible mueve a quienes acampan, lloran, cantan y la llaman “la jefa” con los ojos brillosos? ¿Por qué Cristina Fernández sigue despertando amor, incluso después de una condena?
La respuesta rápida, la que aparece en redes y sobremesas, es “fanatismo”. Pero el psicoanálisis nos ofrece otra palabra: transferencia.
En la clínica, la transferencia es ese lazo afectivo que se instala entre paciente y analista, donde el primero deposita, sin saberlo, una parte de su historia emocional. Se ama al analista, pero no por sí mismo, sino porque encarna algo: un saber, un cuidado, una escucha, una promesa. Se ama al analista como se amó –o se quiso amar– a quien estuvo antes. Es un amor verdadero, pero no literal.
Con Cristina pasa algo similar. Para millones, ella representa más que una figura política. Es la encarnación de una época donde hubo derechos, dignidad, orgullo popular. Se le transfiere no solo amor, sino esperanza, bronca, dolor, alegría, y un deseo profundo de no volver al abandono. No se trata de un amor ciego, sino simbólico. Porque el pueblo –ese sujeto tan bastardeado como ella– no es tonto: sabe lo que representa Cristina. Y ella, como buena analista de masas, supo no correrse del lugar que ocup…
Y ahí entra otra clave: el semblante. En política, como en análisis, el semblante no es lo falso: es lo que permite sostener una verdad. Cristina, en su figura, porta algo del deseo colectivo. No importa si ella lo es todo. Lo importante es lo que representa. El semblante no miente, señala. Y ella, en escena, señala con fuerza que otra Argentina fue posible… y puede volver a serlo.
La justicia que la condena –tan alejada de cualquier pretensión ética– no entiende de esto. No puede, no quiere. Porque para la lógica meritocrática, individualista y patriarcal, la política no debe ser pasional. Debe ser fría, racional, masculina. ¿Cómo va a haber amor en la política? ¿Cómo va a haber pueblo en la calle llorando por una líder?
Por eso la odian. Porque genera lo que no pueden controlar: afecto, identificación, pertenencia. Y porque esa transferencia no se interrumpe con una sentencia. Al contrario, se refuerza. Porque el amor de transferencia también resiste, se rebela y transforma.
Entonces, cuando alguien pregunte por qué hay tanta gente que la sigue, que la defiende, que la espera…
habrá que decir que en ella se juega algo más que la política.
Se juega el deseo.
Y el deseo, como el amor del pueblo, no se proscribe, no se sentencia y no se calla.
Cristina, no lo entenderías.