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¿Puede un pueblo suicidarse?

El pacto inconsciente de una sociedad con su propia destrucción

Por Gabriela Dueñas / Dra. en Psicología

La inquietante pregunta del psicoanalista Oscar Sotolano formulada en un manuscrito —“¿Puede un pueblo suicidarse?”— no es una metáfora, sino un desafío analítico para entender cómo un cuerpo social puede apoyar consciente o inconscientemente las mismas fuerzas que lo deterioran.

La respuesta, no puede reducirse a la “estupidez colectiva”, sino que responde a una compleja trama psicológica, social y política, donde confluyen el dolor no resuelto, la fragilidad de las alternativas y una ingeniería del desencanto promovida por élites nacionales y transnacionales. Desde un enfoque psicoanalítico en clave social, este “suicidio” no es un acto explícito, sino un proceso complejo que puede explicarse articulando la pulsión de muerte de Freud, el Síndrome de Estocolmo colectivo y diagnósticos de pensadores contemporáneos.

El líder como espejo de la sombra colectiva

Cuando el pacto social se quiebra —cuando el Estado, la educación o la salud fallan—, surge una herida narcisista colectiva. La gente se siente humillada y abandonada. En ese vacío, el líder perverso aparece no como un político tradicional, sino como quien encarna y ejecuta los impulsos más oscuros de la sociedad: el resentimiento, la rabia y el deseo de venganza.

Funciona como un “objeto condensador”: la gente proyecta en él su “sombra” y él actúa en su nombre. Así, ejerce una suerte de justicia vicaria: insulta al periodista, promete expulsar al inmigrante, ataca a la “casta”. Sus seguidores no sienten repulsión; sienten alivio. Él hace lo que ellos no se atreven, y al carecer de culpa, les permite descargar su rabia sin responsabilidad.

El vínculo patológico: el Síndrome de Estocolmo colectivo

Un gobierno derrocado por el pueblo en las calles – PCR

Este vínculo disfuncional puede entenderse como un Síndrome de Estocolmo a escala social. Al igual que un rehén que desarrolla lealtad hacia su captor, el pueblo termina identificándose con el líder que lo maltrata. Este mecanismo requiere:

Una amenaza percibida para la supervivencia: El líder mantiene un estado de crisis constante (caos económico, inseguridad).

Un acto de «bondad» ocasional: Medidas paternalistas o discursos de unidad que funcionan como migajas de alivio en un mar de incertidumbre.

Aislamiento de otros puntos de vista: Se controla la información y se polariza el debate, eliminando los matices.

Imposibilidad percibida de escape: Se instala la idea de que «no hay otra alternativa», narrativa que se refuerza cuando la oposición es débil o está fragmentada.

Este Síndrome de Estocolmo social recuerda el vínculo que establecen las mujeres con parejas violentas. A pesar del maltrato, la dependencia emocional y la idealización del agresor las mantienen atadas. De modo análogo, el pueblo desarrolla un apego patológico hacia el líder que lo maltrata. ¿Por qué? Porque en medio del caos, él se presenta como el único refugio posible.

El líder debilita sistemáticamente todo lo que da autonomía: lazos comunitarios, educación crítica, empleo digno. La sociedad, así fragmentada, se vuelve una “horda dependiente” que solo puede aferrarse verticalmente a la figura del “padre fuerte”. Su falta de empatía pasa a ser prueba de “autenticidad”; su crueldad, señal de “fortaleza”.

La oposición fallida y la trampa del “mal conocido”

Este vínculo se refuerza cuando la oposición no logra constituirse como una alternativa creíble. Con frecuencia, su fragmentación, sus luchas internas por liderazgos personalistas y su incapacidad para conectar con el dolor real de la gente la vuelven funcional al régimen. La ciudadanía, con lucidez, percibe que la alternativa no solo es endeble, sino que reproduce la misma lógica caótica que dice combatir. Así, se consolida la trampa del “mal conocido”: si no hay un “afuera” viable, la sumisión al “adentro” opresivo se racionaliza como el único camino.

La ingeniería del desencanto: élites y desmantelamiento planificado

Pero este fenómeno no es solo producto de patologías internas. Detrás de él opera una “ingeniería del desencanto” impulsada por élites económicas —nacionales y transnacionales— que durante décadas han promovido un relato de desprestigio hacia lo público. El objetivo: debilitar al Estado, desregular mercados y concentrar poder.

Estas élites encuentran en el líder perverso un “títere útil”: mientras él distrae con su espectáculo anti-sistema, ellas saquean recursos, precarizan la vida y profundizan un modelo que beneficia a unos pocos. El caos no es un efecto no deseado; es el negocio.

Los rostros del pacto autodestructivo: Han, Fisher y Žižek

Pensadores actuales nos brindan el lenguaje preciso para nombrar las formas de este pacto suicida:

Byung-Chul Han y la autoexplotación. En la «sociedad del rendimiento», el mandato ya no es «debes» obedecer, sino «puedes» triunfar. Esta libertad se convierte en autoexplotación. El pueblo vota por políticas que intensifican esta lógica, creyendo que es en nombre de la eficiencia y la libertad individual.

Mark Fisher y el suicidio de la imaginación. Su concepto de «realismo capitalista» describe la sensación de que el capitalismo es el único sistema viable y que es imposible imaginar una alternativa. Un pueblo que no puede concebir un futuro diferente está, en esencia, firmando su acta de defunción civilizatoria.

Slavoj Žižek y el «goce» en la sumisión. La ideología no es solo una mentira que creemos, sino una práctica de la que obtenemos una satisfacción perversa. Encontrar un «gusto amargo» en quejarnos del sistema o en la rutina de la indignación política nos ata a lo que nos destruye, porque nos da una estructura en un mundo caótico. Este «goce sintomático» es la expresión más clara de la pulsión de muerte en la vida cotidiana.

Conclusión: entre la destrucción y la reconstrucción

La atracción por el líder perverso es, entonces, el punto de convergencia entre una patología social no resuelta y una estrategia de poder que instrumentaliza el malestar. No es solo un “monstruo” que emerge espontáneamente, ni un mero instrumento de élites; es la encarnación de un pacto suicida entre el dolor colectivo y quienes se benefician de él.

El diagnóstico es sombrío, pero en él reside la semilla de su antídoto: la decisión colectiva de interrumpir la repetición de lo traumático y abrazar, con todas sus incertidumbres, un porvenir común

La salida entonces, no está en esperar su caída, sino en enfrentar el dolor que lo hizo posible. Se trata de reconstruir lazos comunitarios, fortalecer instituciones desde abajo y recuperar la imaginación política. Es decir, hacer que la esperanza vuelva a ser una tentación más poderosa que el goce perverso de la destrucción. Si un pueblo puede elegir, inconscientemente, su propia decadencia, también puede elegir vivir.

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