Invisibles nunca más
Romina Tejerina tenía 17 años la noche en que iba a bailar en la localidad de San Pedro, Jujuy, y fue violada por Eduardo Vargas, un comerciante de 42 años. El 23 de febrero de 2003 dio a luz luego de haber ocultado su embarazo y decidió también dar fin a la vida de la niña nacida del producto de esa violación. Romina fue condenada y sentenciada a 14 años de prisión. El violador fue absuelto por ese delito.
Por Alma Rodríguez
Por aquellos días, todas las noticias sobre el caso pusieron foco en la conducta de Tejerina y casi nadie sobre la actuación del violador. Al momento en que ocurrió esto no existía ninguna posibilidad de que Romina pudiera decidir sobre el devenir de un embarazo no deseado ni ninguna legislación que la acompañara luego de parir y fueron muy pocas las personas que lograron ponerse en sus zapatos, al menos, públicamente: la opinión pública también la condenó. Por esos días, otro momento histórico del país, tampoco existía un movimiento de mujeres tan potente y tan presente que pudiera representarla en diferentes espacios en los que se deciden políticas públicas o se gestiona con perspectiva de género.
El miércoles a la madrugada ocurrió un hecho que cambió la historia de todos los cuerpos gestantes que habitan el suelo argentino: la sanción de la ley de interrupción voluntaria del embarazo que nos permitirá decidir sobre nuestro cuerpo y nuestras vidas sin ser condenadas a la clandestinidad (o, como en el caso de Romina Tejerina, a la prisión).
El debate histórico, por lo importante y por el nivel de discusión que se llevó a cabo durante un día y medio en la Cámara de Senadores, puso de manifiesto argumentos que si bien ya conocemos y repetimos hasta el cansancio siempre es bueno recordar en el ámbito público: nuestros cuerpos no son ni deben ser un territorio de disputa, no podemos seguir sosteniendo clandestinamente algo que sabemos que ocurre efectivamente. Como contracara, también presenciamos discursos que representan el reflejo de sociedades donde las mujeres están condenadas, básicamente, a la maternidad (deseada o no) y sociedades en las que está naturalizado el abuso avalados, en muchos casos, por las relaciones intrafamiliares o relaciones de poder.
Hay algo del tiempo específico de la Historia que es necesario abordar en consonancia con los movimientos colectivos y políticos de una sociedad. Y en el caso de la sanción de la Ley del aborto eso no pudo haber sido de otra manera: en 2018 no era el momento no sólo porque la sociedad no estaba preparada sino porque no había un Estado que asegurara y acompañara realmente esa decisión. Si bien el movimiento de mujeres se encontraba en progresivo aumento, vio su madurez y consolidación con la creación de un Ministerio de La Mujer y con otras medidas que vinieron después como la implementación de la Ley Micaela, esto es, un Estado decidido a proporcionar las condiciones necesarias para que esta ley fuera posible.
La política debe ser una herramienta de transformación de la vida de las personas, debe implementarse estratégicamente y sus medidas deben ser tomadas a partir de un análisis exhaustivo de las necesidades de todos los sectores que se verán beneficiados, es por eso que la sanción de la IVE debe ser considerada junto con la Ley de los mil días que refuerza la posibilidad de que el Estado acompañe a aquellas mujeres que aún no contando con las condiciones necesarias deciden ser madres.
Y esa es la clave para entender que ahora es cuando: una ley pensada integralmente por un gobierno que sabe cómo interpretar el momento histórico de los movimientos y de los actores sociales con voluntad política para ampliar derechos y no dejar abandonados a los sectores históricamente marginados.
En este sentido, el Peronismo como movimiento político que sabe leer las necesidades colectivas para transformarlas en derechos vuelve a cumplir un papel fundamental como interpretante de la historia. Y en este sentido, también ese constituye el gran logro de Alberto Fernández no sólo como jefe de Estado sino como representante de un movimiento frentetodista.