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El golpe de Estado del 11/9, veinte años después

Eduardo J. Vior

El autoatentado del World Trade Center sirvió para instaurar el Estado de vigilancia total e iniciar un ciclo bélico continuo que llevaron a la derrota de Afganistán y a una cuasi-guerra civil interna.

por Eduardo J. Vior

Este sábado 11 el mundo conmemora el vigésimo aniversario de la voladura de las Torres Gemelas de Nueva York que sirvió de pretexto, para la promulgación de la Ley Patriótica que puso a la sociedad norteamericana bajo el control total de sus servicios de inteligencia y para justificar el inicio de un ciclo de guerras sin fin que condujo a la calamitosa retirada de Kabul. El recuerdo debería servir para revisar la maniobra de entonces y a Estados Unidos para reconducir su relación con el mundo. Sin embargo, el cerrado círculo que lo domina persiste en su versión mentirosa sobre el volantazo que dio hace dos décadas, en repetir las aventuras exteriores que llevaron al país a perder el cetro mundial y en tensar los conflictos socioculturales que polarizan a su sociedad.

Cuando volvemos la mirada hacia lo que sucedió el 11 de septiembre de 2001, se reavivan en nuestras retinas ‎las ‎imágenes de los atentados contra las Torres Gemelas del World Trade Center, pero no guardamos recuerdo de los pingües negocios que algunos hicieron con las acciones de las empresas aéreas afectadas, gracias a que tenían información de primera mano sobre lo que iría a suceder. Tampoco están en nuestra memoria el incendio en el anexo ‎de la Casa Blanca (el Old Eisenhower Building) ni la caída de un tercer ‎edificio del ‎World Trade Center. ‎Por ello es bueno refrescar la denuncia del periodista francés Thierry Meissan (en castellano: La Gran Impostura, Buenos Aires: El Ateneo, 2013). El libro, publicado por primera vez en Francia en 2002, fue traducido a 18 idiomas y tuvo una gran resonancia. Más allá de muchos detalles técnicos, es importante después de la retirada occidental de Afganistán revisar sus implicaciones políticas.

Richard Clarke, jefe de Contraterrorismo de los gobiernos de Bill Clinton y George W. Bush (1998-2003)

En primer lugar, resulta sorprendente que casi nadie recuerde ya que a las 10 de la mañana de aquel ‎día ‎Richard Clarke, Coordinador Nacional de Seguridad, Protección de Infraestructuras y Lucha contra el Terrorismo (1998-2001), puso en marcha el “Plan de Continuidad del Gobierno”. Se trataba de un esquema de emergencia de la época de D. Eisenhower (1953-61), para evacuar al ejecutivo, al Congreso y a los directivos de las principales empresas norteamericanas en caso de guerra nuclear. Al aplicarse esta medida, el presidente George W. Bush y todo ‎el legislativo ‎quedaron suspendidos de sus funciones y bajo protección militar. ‎

El jefe de Estado fue conducido a una base aérea en Nebraska, donde ya estaban ‎desde ‎la noche anterior todos los jefes de empresas que ocupaban los pisos superiores de ‎las ‎Torres Gemelas. Cuenta T. Meissan (https://www.voltairenet.org/article213880.html#nb6 ) que, “como todos los años, Warren Buffet –entonces el hombre más rico ‎del ‎mundo– daba una cena de caridad en Nebraska. Pero, cosa que nunca antes había ‎sucedido, ‎aquel día el evento no se realizó en un gran hotel sino en una base militar. ‎Los jefes de sociedades invitados habían dado el día libre a sus empleados de Nueva York, ‎lo cual explica la ‎cantidad relativamente reducida de muertos en el derrumbe de las ‎Torres Gemelas”.

Por su parte, los miembros del Congreso habían sido concentrados en ‎el megabúnker de Greenbrier, en Virginia Occidental. ‎El poder quedó así durante doce horas en manos del “gobierno de continuidad” ‎refugiado en el llamado “Complejo R” de Raven Rock Mountain, Virginia, hasta que fue devuelto a las autoridades legítimas al final de aquel día. Todavía no se sabe quiénes eran los miembros de aquel ejecutivo de emergencia ni qué hicieron ‎durante esas doce horas. En el Congreso tampoco prosperaron nunca los pedidos de audiencia pública para discutirlo. ‎

El autor francés insiste en que, “mientras no se aclaren ese y otros aspectos de ‎lo sucedido ‎aquel día, se mantendrá la polémica sobre el 11 de septiembre de 2001”. Ese día no murió ningún miembro del gobierno, el poder legislativo o el judicial ni los servicios de inteligencia tuvieron noticia alguna de que amenazara un ataque exterior. Por lo tanto, el traslado del poder a un gobierno paralelo nunca estuvo justificado. “‎En otras palabras, fue un golpe de Estado”, dice T. Meissan. ‎

 Thierry Meissan, periodista francés, analista internacional, editor de Voltaire.net

Es más, la versión oficial sobre los atentados es insostenible (T. Meissan, https://www.voltairenet.org/article213880.html#nb6):

1) ‎‎Hasta el día de la fecha, no se ha demostrado que los 19 supuestos “secuestradores aéreos” efectivamente hayan estado a bordo de los aviones ‎secuestrados. ‎Esas personas no aparecen en las lista de pasajeros que las compañías ‎aéreas publicaron ‎aquel mismo día y los videos que los muestran ‎no fueron grabados ‎en Nueva York, sino en otros aeropuertos por donde pasaron en tránsito.‎

2) Tampoco existen pruebas de las tan citadas 35 comunicaciones telefónicas ‎con ‎pasajeros que se hallaban en los aviones secuestrados. ‎Por el ‎contrario, el FBI especificó que los aviones secuestrados no tenían teléfonos ‎incorporados en ‎los asientos de los pasajeros, quienes habrían tenido que utilizar ‎sus propios ‎teléfonos celulares que en aquella época no funcionaban a más de 5.000 pies (1.700 m) de ‎altitud. ‎Además, en las listas de comunicaciones proporcionadas por las compañías ‎telefónicas ‎no apareció ninguna de las llamadas mencionadas. ‎

3) ‎Hasta ahora tampoco nadie ha explicado congruentemente el derrumbe ‎vertical (sobre ‎sí mismas) de las Torres Gemelas y de un tercer edificio de aquel ‎complejo. Según la versión oficial, el combustible de los aviones ardió y el fuego fundió ‎las ‎vigas verticales que sostenían las dos torres, lo cual explicaría su derrumbe. Un tercer ‎edificio ‎del complejo también se derrumbó –sin impacto de ningún avión– supuestamente, porque ‎fue ‎afectado por los derrumbes de las torres vecinas, pero ‎también ‎se derrumbó sobre sí mismo. Tanto las explosiones laterales como la ‎presencia ‎de vigas seccionadas indican la existencia de una demolición no accidental sino ‎controlada. Para terminar, las fotos de verdaderas “piletas” de ‎acero fundido ‎tomadas por los bomberos y las fotos de la FEMA (la agencia estadounidense para ‎la gestión de ‎catástrofes) que muestran cómo se derritió la roca sobre la cual estaban ‎construidos ‎los cimientos son inexplicables según la versión oficial. ‎
4) Del mismo modo no existe asimismo evidencia alguna de que un avión de pasajeros se haya ‎estrellado ‎contra el Pentágono. Al día siguiente de los atentados, los bomberos explicaron que no habían encontrado allí nada proveniente de un ‎avión. Por el contrario, las autoridades sí anunciaron ‎haber ‎encontrado numerosas piezas de avión, pero nunca las mostraron.

‎Inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre, sólo en cuestión de días, ‎la ‎administración de George W. Bush hizo aprobar el USA Patriot Act (la Ley Patriótica estadounidense). Es un texto ‎muy ‎voluminoso que fue redactado a lo largo de los dos años anteriores por la Federalist ‎Society, que contaba entre sus miembros al Procurador General Theodore Olson y al secretario ‎de ‎Justicia John Ashcroft. Esta ley suspende la aplicación de la Carta ‎de Derechos ‎‎(Bill of Rights), incorporada a la Constitución en 1791, en los casos de terrorismo.‎

La Declaración de Derechos (Bill of Rights) fue añadida en 1791 a la Constitución de EE.UU. para balancear el poder de un Ejecutivo muy fuerte.

La interpretación política de los hechos del 11/9 aún no es concluyente. Según Thierry Meissan, los atentados habrían sido escenificados por una facción reaccionaria dentro del poder norteamericano para limitar las libertades individuales e imponer una estrategia de guerra permanente. Para aplicar la ley mencionada, se creó ‎el ‎Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security, DHS) que concentró 16 servicios de inteligencia ya existentes. En 2011 el Washington Post informó que el DHS había reclutado a 835.000 funcionarios, de los cuales 112.000 tenían contratos secretos. En 2013 Edward ‎Snowden reveló cuán masiva es la vigilancia que el Estado ejerce sobre cada habitante de EE.UU. Por algo ‎vive todavía hoy en Rusia como refugiado político. ‎

Como explica a continuación el periodista francés, un mes después de los atentados el entonces ‎secretario ‎de Defensa, Donald Rumsfeld, creó la Office of ‎Force Transformation (Oficina de Transformación de la Fuerza) y la puso bajo el mando del almirante Arthur Cebrowski. ‎Con esta oficina no sólo se modificó radicalmente la organización del poder militar norteamericano sino todas sus funciones. Estados Unidos ya no trataría de ganar guerras, sino de prolongarlas ‎el ‎mayor tiempo posible. Para ello, los siete comandantes regionales obtuvieron un poder sólo comparable al de los virreyes coloniales. La superpotencia ya no se interesa más por vencer a sus adversarios, ocuparlos y remodelarlos a su imagen y semejanza. Con la nueva estrategia sólo interesa destruir ‎ los Estados en los países cuyas riquezas se pretende explotar.

Esta estrategia se aplicó primero en Afganistán. A Washington nunca le interesó combatir al terrorismo ni instaurar un sistema democrático, sino extraer el opio para mantener el control sobre el mercado europeo de la heroína y, eventualmente, construir el gasoducto de Turkmenistán a India, a través de Afganistán y Paquistán, que le habría dado el control sobre el gas turkmeno. Nada más.

Es lícito preguntarse, si tanta gente estaba involucrada en los secretos de esa conspiración, por qué nadie salió a denunciarla. En primer lugar, efectivamente, a lo largo de los años hubo muchas denuncias sobre aspectos parciales de los acontecimientos del 11/9, pero pasaron desapercibidos, porque los sucesivos gobiernos de EE.UU. parecían estar llevando adelante una guerra mundial contra el “terrorismo islámico” y nadie parecía cuestionar seriamente la finalidad proclamada.

Después de las invasiones a Libia, Siria e Irak y tras difundirse innumerables revelaciones sobre la responsabilidad de los servicios secretos norteamericanos en la promoción y el sostén de al Qaeda, el Estado Islámico y organizaciones similares, es evidente que algunas instituciones estadounidenses por épocas pueden haber estado interesadas en combatir el terrorismo islámico, pero sólo después de que otras lo habían fomentado y lo siguen haciendo.

La primera conclusión a extraer es, entonces, que mucha gente estuvo involucrada en la conspiración del 11/9, quizás conociendo sólo aspectos parciales, pero que no lo denunciaron, porque pensaron que el fin justificaba los medios. Y si lo hicieron, sus voces fueron silenciadas por el consenso general sobre la corrección básica de la “lucha contra el terrorismo islámico”.

La cuestión de fondo radica en la disposición que mostró la opinión pública norteamericana y buena parte de la europea para aceptar la mentira del 11/9. Durante la Guerra Fría en EE.UU., Europa Occidental y Japón se convenció a los pueblos de que el precio del Estado de Bienestar y de la paz precaria de los que gozaban era aceptar el enfrentamiento constante con el bloque soviético y las consecuentes restricciones a la libertad. Cuando la Unión Soviética se derrumbó en 1989-91, no sólo desapareció la imagen de enemigo que justificaba esas limitaciones, sino que la reducción de la productividad de la economía norteamericana obligaba a la superpotencia triunfante a buscar el modo de mantener su supremacía.

Entonces, primó dentro de EE.UU. la tendencia al facilismo: en lugar de modernizar su infraestructura y de mejorar la productividad de su economía, la política económica de Clinton, Bush Jr. y Obama favoreció la especulación global del capital financiero, para sostenerse mediante beneficios rentísticos. Mientras tanto, la República Popular de China se desarrollaba a la sombra de la hegemonía norteamericana, mientras se apropiaba de gran parte de la deuda pública de EE.UU. El gobierno de Donald Trump y la fractura que hoy divide a la sociedad estadounidense son sólo el resultado de esa decadencia. Se ha roto el consenso de la Guerra Fría. Al no existir el bienestar generalizado, no se justifican ni la guerra permanente ni el cercenamiento de las libertades.

Después de la derrota en Afganistán, la sociedad estadounidense está pasmada. Quizás por el estupor que la invadió todavía no pide cuentas por la sucesión de mentiras, ocultamiento y engaños de los últimos veinte años. La oligarquía dominante sigue agitando el odio interno, mientras busca espantajos externos que justifiquen nuevas aventuras, pero quien no revisa su pasado, entrega su presente e hipoteca su porvenir.

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