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Edgardo Rovira: La comunicación antipolítica del macrismo para destruir el Estado

Edgardo Rovira

Sin conocer todavía los resultados finales de las últimas PASO, podemos decir sin miedo a equivocarnos que triunfó el discurso que sustrajo lo público y la política a la deliberación colectiva de lo moralmente correcto, ocultando cualquier desarrollo o explicación de proyecto político alguno. Triunfó un discurso que oculta conceptos tales como pueblo, Estado y Nación, dejando a la vista apenas estrategias discursivas efectivistas de enanos publicistas, mediocres consultores e histriónicos influencers que buscan distraer la atención mientras todo pasa en el universo del “dejar hacer, dejar pasar” del liberalismo clásico.

En el mes de campaña que vivimos, pudimos observar como los estratos sociales y sus estructuras fueron reducidas a caracterizaciones minimalistas, historias de vida de gente común que repetían hasta el cansancio conceptos como “vecinos”, “familia”, “emprendedores”. El macrismo hace foco en la confianza en uno mismo, en el relato de “autoayuda” televisivo, en la estética y los discursos “de la alegría” postmoderna para sumar voluntades y seguidores. Buscando en toda oportunidad hablar de “solucionar problemas de la gente” sin ideologías ni políticas tradicionales, solucionar los conflictos sociales sin soluciones ni programas. Lo que debería sorprender es que con diferencias y matices, la mayor parte de las fuerzas en la contienda van confluyendo en campañas similares para atraer electores. Hoy la comunicación política adelgaza al destinatario hasta convertirlo solamente en un “vos” paralizante.

Como contrapartida, está el kirchnerismo-peronismo que nunca deja de reflexionar ni pensar en conceptos políticos, pero es cierto que ha mutado su estrategia de campaña y su discurso buscando no perder espacio, por eso maquilla sus discursos con consignas edulcoradas conceptualmente hablando, replicada con herramientas y estrategias similares al resto de losespacios políticos. De ninguna manera copia lo que hace el macrismo, no plantea cuestiones de moral, ni se centra en actos de corrupción, ni apela a movilizar los sentimientos aspiracionales del votante medio, ni reparte globos amarillos en las esquinas ni vomita promesas incumplibles a través de promociones de Facebook o Twitter.

Estamos asistiendo a una época comunicacional de la política donde la moral puesta en el lugar simbólico y constitucional de la razón de las elecciones plantea una democracia carente de profundidad y de alcance poco efectivo

Estamos asistiendo a una época comunicacional de la política donde la moral puesta en el lugar simbólico y constitucional de la razón de las elecciones plantea una democracia carente de profundidad y de alcance poco efectivo. Es decir, no por los resultados prácticos de su acción sino por el impulso intencional que la anima, la política vuelve a la democracia en un estrado desde el cual se prejuzga y ese prejuzgar viene a realizar las aspiraciones nacionales y mediar en la conflictividad. Claramente eso es un absurdo. Ya no es el “eros” político de la polis aspirar a la contemplación y a la generación de transformaciones sociales, ya no mueve a los hombres en democracia la nación, sino en la correspondencia interna entre la moral individual del sujeto que la enuncia y el modo actual de convivencia que busca siempre alcanzar un estado de confort general. Lo público se sustrae así a la deliberación colectiva, el Estado se desvanece y la realidad se recluye en la esfera de la propia subjetividad que se mueve con los hilos culturales impuestos por el imperialismo de turno que atrofia reflexiones y discusiones.

Es evidente que hay una unificación manifiesta del lenguaje en todos los candidatos, no tanto en el kirchnerismo-peronismo, donde coinciden en que “juntos podemos”, sin saberse muy bien qué pueden y cómo van a conseguirlo. Las palabras producen hechos que a su vez responden a esas palabras. “Juntos con la gente” como consigna a un destinatario del discurso político de la derecha que se pierde en el amplio campo de batalla sin afectar colectivos, apenas minorías. La política le habla a “la gente”, a ese agregado individual, atomizado y reunido por la conveniencia de unos pocos que buscan no nombrar verdades. Sujeto con enunciado vacío, sin ideología, que potencia la fractura entre político-antipolítico.

Esta construcción discursiva demuestra que la democracia se ha vuelto un problema para la política. No lo es por el correcto o incorrecto funcionamiento de los procedimientos institucionales o electorales, sino por el modo de estar específico producido por la democracia cuando se desliga de toda mediación política, es decir, a la particular constitución de una subjetividad que, a diferencia de la subjetividad democrática en tiempos de movilización y fuerte participación política, rechaza toda mediación política para pensarse a sí misma desde el lugar de individuo alienado. Es que la democracia, según la concepción macrista, ya no se plantea para el “pueblo”, sino como una sucesión de historias singulares, una suma de situaciones específicas que debe superar individualmente sus problemas y conflictos. Una democracia que reclama, según sus operadores de turno, la “transparencia” salvadora del Estado que resuelve problemas. Cuando expresa una voluntad de construcción, la subjetividad democrática no puede, en virtud de su oposición a la representación como dispositivo de articulación, más que confiar en la articulación espontánea de una unidad que sea, a la vez, incapaz de rechazar las particularidades de aquellos que participan en la construcción. La política cuya presencia echó en falta pero se viste sólo de “transparencia” es la que comienza cuando no se tienen razones, donde se acaba la tarea del soberano positivo y comienza la irresponsabilidad del cambio marketinero.

Es que la democracia, según la concepción macrista, ya no se plantea para el “pueblo”, sino como una sucesión de historias singulares, una suma de situaciones específicas que debe superar individualmente sus problemas y conflictos

La democracia ha roto su ligazón con la política. La amalgama que permite a Cambiemos mantenerse legitimado en el poder está sustentada en un electorado de gran heterogeneidad que pone la moral individual por sobre la política, excluyendo por completo a las instituciones del Estado. Entonces, emerge en la comunicación política, lo común, lo individual, la lejanía y cercanía. La competencia de los espacios políticos deviene en esa dialéctica de espacios imprecisos. Pero sobre todo, emerge la negación del otro, dejando en segundo plano la afirmación simbólica de la propia fuerza política. Al hecho de que las demandas sociales estén desarticuladas se añade la circunstancia de que tales reivindicaciones son plurales, lógicamente, y en ocasiones incompatibles o contradictorias. Sin una valoración política es difícil saber cuándo se trata del bloqueo de reformas necesarias o de una protesta frente al abuso de los representantes. El estatus de “moral” o “transparente” no le convierte a uno en políticamente infalible, ni en redentor de sufrimientos.

En las últimas décadas el “Círculo Rojo” logró un extraordinario triunfo cultural que consiste en el auge del pensamiento posmoderno que destruye todo concepto político tradicional, afirmando que la política ha muerto junto con las ideologías y hoy se reconoce a la política más allá de las contradicciones y anclajes conceptuales y estructurales de antaño, se reconoce más allá de la política. Desde que ganó Macri, se busca convertir a la política en un problema, en una expresión de mediocridad, en la exaltación de la antipolítica. Los ciudadanos deberán prestar atención a esto, y más que buscar tener más autoridad con las críticias, poner más empeño en formarse y comprometerse. Nos encontramos en la paradoja de que nadie confía en la política para solucionar los problemas, pero sólo la política puede resolver esos problemas.

Lo público se sustrae a la deliberación colectiva, al choque de espadas entre proyectos e ideas de país para recluirse en la esfera de la propia subjetividad. La antipolítica no se dirige a poblaciones sensibles a una idea, sino más bien a sectores susceptibles a un clima. Pega en el lado sensible, atávico, irracional. Esa línea ideológica descompone a los pueblos en espectadores. Argentina atraviesa una coyuntura extraordinariamente compleja. Los ajustes y programas neoliberales del gobierno de Macri golpean nuestro bienestar desde hace 20 meses y se está poniendo a prueba la entereza de nuestra democracia en esta votación. La democracia está en juego, y con ella las estructuras de equidad que salvaguardan la paz social.

Argentina atraviesa una coyuntura extraordinariamente compleja. Los ajustes y programas neoliberales del gobierno de Macri golpean nuestro bienestar desde hace 20 meses y se está poniendo a prueba la entereza de nuestra democracia en esta votación

La antipolítica es justamente eso. Es pregonar el diálogo e imponer las medidas a fuerza de persecución, represión y decretos. Es hablar de paz y entrar a balazos a un hospital psiquiátrico, o reprimir a maestros que intentan levantar una “Escuela Itinerante” para manifestar un reclamo, o detener-desaparecer a un joven en Esquel por defender a un sector social segregado y oprimido. Es hablar de República y desconocer la división de poderes, nombrar jueces a dedo, amenazar o destituir jueces que no están alineados a sus actos de corrupción y negociados. Es eso la antipolítica y el clima que le corresponde. El mundo donde todo es lo mismo y nada importa realmente, salvo el “sálvese quien pueda”.

Todo el relato que adquiere la antipolítica –que más bien hace política contra toda forma de organización estatal-, comenzó hace ya varios años. El relato macrista busca sacarse de encima por las buenas o las malas un modelo de país en el que el Estado juega fuerte, cuando hablan de transparencia, cuando hablan de moral, buscan encontrar fundamentos y legitimidad social para desmontar las instituciones del Estado de bienestar. Todo lo malo, todo lo corrupto, todo lo oscuro está en la política, en lo político, en el Estado. El discurso anti-corrupción “sirvió” en los noventas y parece servir también en este 2017 para viabilizar el modelo neoliberal. La lectura que se impuso, alimentada desde los medios de comunicación y plasmada con el triunfo de la Alianza en 1999, fue que la corrupción de una clase política inescrupulosa había sido el gran generador de los males argentinos. Este discurso funcionó, objetivamente, como salvaguarda de las reformas económicas pro-mercado, causantes verdaderas de la desocupación, la pobreza y la miseria generalizadas. La única esperanza para evitar eso es el Estado, ya lo dijo en su momento Lula, “los ricos saben defenderse. Al Estado lo necesitan los pobres”.

Democracia sin representación, es democracia sin política. Sin representación el hombre permanece en un modo de estar que lo liga a modos de pensar, sentir y actuar distintos de aquellos propios de la vida pública y la vida en común. Sin representación, entonces, no hay existencia política. Este es quizás el problema actual de la democracia que en su derrotero contemporáneo se piensa a sí misma cada vez más por fuera de esta relación. Y una maquinaria mediática llamada a enaltecer lo individual, a potenciar la meritocracia, a exaltar lo uno por sobre el resto deviene un estado de lejanías y rechazos donde lo colectivo se pierde. No hay nada más político y democrático que la divergencia, el cuestionamiento de todo, la contestación y la búsqueda de una sociedad más justa. El antipoliticismo reside en la reducción de la política a mera gestión tecnocrática, en la expresión de consignas vacías, en políticos que priorizan los intereses personales o del espacio político sobre los intereses generales de la patria. Estamos en una era de democracia sin política.

Es claro que por un lado, Cambiemos utiliza los buenos sentimientos de mucha gente desasistida de esperanza y exaltan la impotencia que sienten miles, mientras tergiversan los defectos que objetivamente pesan sobre las instituciones del Estado, tratando de volver sistémico y deslegitimar así la raíz misma de su vigencia moral a los resortes de la Nación para contener y solucionar problemas. De ese modo, el macrismo intenta derrumbar los pilares de nuestra democracia invocando promesas de nuevos tiempos, de un futuro mejor para todos o la pesadilla del pasado por venir. Subvirtiendo el marco constitucional a través del desarrollo de un relato impoluto, que erige a los meritócratas, en protagonistas de un nuevo escenario constituyente o titular de un inexistente derecho de autodeterminación y control social que oprime al pueblo y concentra la riqueza.

Esta alianza entre antipolítica y culto a la CEOcracia tiene una extrarodinaria fuerza represiva y anticonstitucional. Es necesario en octubre decir basta. Que la política retorne a la democracia, para que la democracia a través del Estado reconstruya el tejido social que se desintegra y plantee una noción de pueblo justa, libre y soberana.

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