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A 15 años del argentinazo

Por Flavio Bonanno.

Flavio Bonanno

El 20 de diciembre del año 2001, a las 19:53, el último resabio del experimento neoliberal en Argentina se retiraba en helicóptero de la terraza de la Casa Rosada, derrotado, con destino incierto, y con una flamante renuncia flotando sobre decenas de argentinos muertos o heridos, tras un salvaje operativo de represión amparado en el «Estado de sitio». Luego de convulsionadas horas, la noche traía el silencio sobre las ruinas de un país al que sólo le quedaba la pobreza y el desconcierto; el experimento había culminado.

Incontables cifras millonarias se exiliaron a la par que se exiliaban los arquitectos de aquella bomba de tiempo financiera. La industria nacional estaba quebrada, al igual que el pequeño o mediano comerciante. El desempleo superaba los 20 puntos, tanto más los índices de pobreza. La clase política de aquel desastre renunciaba masivamente; se reciclaría, años después, dentro de las estructuras de todos los partidos políticos existentes. Si hasta los artífices del «megacanje» que colapsó la economía son hoy funcionarios del Gobierno del «cambio».

Esta mañana, diciembre del año 2016, algunos medios de los más tradicionales, se reinventaban en absurdas crónicas humanistas, reivindicando a un «débil» De la Rúa, a «desesperados» cuadros técnicos y funcionarios de la Alianza, a asesinos de uniforme que sólo «cumplían tareas». Un escenario impensado, un relato atroz, que minimiza hasta la vida de aquellos al que el Estado ejecutó por el sólo reclamo de dignidad. Estos mismos medios, incluso, hablarían de un «peronismo desestabilizador».

Como si fuera un ente que se disparara sobre sí mismo; los muertos no fueron, precisamente, mártires oficialistas.

El cuerpo expuesto, de miles de argentinos y argentinas que ocuparon la Avenida de Mayo, llegando hasta la Plaza, ha sido, seguramente, el cuerpo colectivo más expuesto y castigado de nuestra historia después del cuerpo de la resistencia a la última dictadura militar. Ahí sí hubo entidad: de ello son testimonio las 38 víctimas fatales de aquella jornada. Aunque hoy, tiempo después, en algunos editoriales y en gran parte de la opinión pública, parece no causar ni un atisbo de horror (como tampoco lo causan ya 30 mil desaparecidos). Hoy, el horror lo causan el reclamo de los más pobres, el supuesto «déficit fiscal», el testimonio fantástico de algún supuesto delincuente de la gestión kirchnerista. Así han cambiado las cosas.

La atomización social es la clave para sostener cualquier tiranía, o «democracia liberal» en las formas y avallasadora en los hechos. «Divide y reinarás», dicen. Y quizás sea importante remarcar que aquel «argentinazo» del año 2001 tuvo un elemento distintivo y fundamental en su razón de ser: la unidad de distintos sectores dentro del mismo estrato social; la únidad de distintos movimientos populares, de autoconvocados, de autodenominados «ciudadanos comunes»; la unidad de distintos rangos etarios; la unidad manifiesta en ese cuerpo social llamado «pueblo». No hubo medio, ni gerente millonario en el poder, que pudiera sostener la ficción propuesta por el menemismo, y aletargada por el gobierno de la Alianza, ante semejante expresión de colectividad.

¿Y ahora, qué pasa? Podríamos afirmar que la historia es cíclica y que gusta de volver; que los argentinos tenemos mala memoria; que las recetas económicas de los 90 se han reinventado, que ahora se nos ofrecen auráticas, en un paquete que propone «diálogo» y retiros espirituales, pero que ejecuta a la par un plan de empobrecimiento y recesión que persigue un único objetivo: restaurar la estructura colonial de aquella Argentina, para favorecer a unos pocos mercaderes y adoctrinar a los trabajadores argentinos en el signo de la miseria de aquellos días, que oscila entre la supervivencia y la resignación.

«Les hicieron creer que podrían vivir mejor», es quizás la frase más resonante que subyace en el discurso del «team Cambiemos». Un odio de clase que cuenta con un elemento cómplice: la idiosincrasia ambivalente de la clase media argentina, la que en el año 2001 exigía «que se vayan todos» aquellos que se habían metido con sus ahorros, y que años después votaron a casi los mismos, renegando de las políticas benefactoras del Estado peronista reciente; clase media en reparación que, una vez más, votó en contra de muchos de sus intereses (¿O acaso eligieron a consciencia la devaluación, el engaño en «ganancias», el «tarifazo», las paritarias a la baja?).

Sería impreciso decir que los causantes de aquel caos del 2001 son exactamente los mismos que quienes hoy nos gobiernan (que los hay, los hay Prat Gay, Sturzenneger y Bullrich en el PRO, restos del Frepaso en el FPV y en la izquierda, además de formadores de opinión, asesores técnicos y comisarios de época).

Tampoco sería exacto proponer que las recetas económicas son las mismas ahora que a fines del siglo pasado.

No obstante, la toma de deuda desmedida, la consultoría del FMI, la recesión propuesta, la conflictividad social contenida con clientelismo y precariedad, y las facilidades financieras para sectores no productivos y altamente especuladores, son algunos de los ingredientes que nos pueden traer recuerdos de aquel entonces. Muchas de estas medidas, a un año del cambio de Gobierno, parecen pasar desapercibidas en muchos que, más de una década atrás, salieron a cuestionarlas cacerola en mano.

Hoy, a 15 años del «argentinazo», cuando se nos encuentra con casi la misma casta política en la Rosada, con el peronismo quebrado, mezquino y acéfalo, y con una sociedad argentina diezmada por el infortunio de sus propias decisiones, no encuentro argumento alguno para explicar el porqué de la maldición cíclica de nuestra historia, que pierde la memoria, se come la cola, y se renueva de cero cada tanto, y para siempre. Y probablemente sea que la historia se explica sola, y en sí misma. Que las estructuras de clase se sostienen en el tiempo, que las injusticias se repiten incesantemente, y que cada causa popular es una lucha de no acabar, que no se pierde, ni se gana, y que siempre, siempre habrá que dar.

Algo de eso entendí intuitivamente la mañana del 21 de diciembre del 2001. Tenía apenas 11 años cumplidos. El barrio se organizaba para resistir la «guerra entre pobres», que es como llamaría a los saqueos y entraderas entre vecinos, por aquellos días. Acompañaba a mi vieja a buscar algo para comer que repartían algunos punteros y punteras de la zona. Me animaba a alguna changa, aunque me lo tomaba como un juego. Años después aparecería Néstor, a decirnos que sí, que la política le caga, a veces, la vida a las personas; pero que también se la puede transformar.

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