OpiniónPrincipales

“Seamos normales, lo demás no importa nada”

Mariana Karaszewski

Lo que se nos plantea como “nueva normalidad”, no parece ser muy normal que digamos… o al menos resulta algo “rara”, si la comparamos con el pasado (prepandemia). Sin embargo, ¿podemos afirmar que nuestras vidas antes de conocer al Coronavirus sí eran normales?

Por Lic. Mariana Karaszewski

Para esbozar una respuesta ante estas preguntas, primero es necesario hacerse otras; por ejemplo… ¿alguna vez se detuvieron a pensar qué es la “normalidad”?, o mejor aún, ¿Existe una normalidad? Y si existe, ¿cuáles son los parámetros que usamos para diferenciar algo que es normal de aquello que no lo es? ¿Quién está en condiciones de definir lo “normal” y lo “patológico”?

Para empezar, tenemos que decir que la normalidad, al igual que muchos otros conceptos, es una construcción social que no puede pensarse por fuera de la cultura y de la época. Las sociedades construimos parámetros para medir (como si se pudiera) la normalidad y todo aquello que escapa a la norma es visto como anormal o patológico. No está mal establecer parámetros y consensuar conceptos, de hecho, de eso se trata vivir en sociedad; pero la dificultad aparece cuando lo anormal trae implícito una connotación negativa y a veces hasta extravagante, que puede llevar a que muchas personas se sientan incómodas, insatisfechas o infelices al sentir que quedan por fuera de ese modelo “standard”.

Desde una mirada psicoanalítica, por ejemplo, la normalidad queda asociada con las estructuras neuróticas, mientras que lo patológico se emparenta con las psicosis. Para la medicina, un cuerpo normal es un cuerpo sano y su contrario, un cuerpo enfermo. Para la vida humana, en cambio, no es tan sencillo establecer esa distinción ya que una de las condiciones de la especie por excelencia es su propia diversidad.

Lo llamativo es que, en nuestro país, y más si ponemos el foco en Capital Federal y Gran Buenos Aires (nuevo AMBA) muchas personas manifiestan tener una vida normal a la que deben volver cuanto antes, porque se sienten presos. Entonces reclaman libertad, piden tomar las riendas de sus actos e incluso se proclaman en contra de la cuarentena como medida preventiva por excelencia dispuesta por el gobierno. Confunden aislamiento social con encierro, democracia con dictadura. No quieren que el Estado los cuide. Tienen prisa por retomar sus abultadas rutinas de trabajo, por llenar sus agendas de actividades. Añoran juntarse con personas que antes detestaban, incluso con familiares que hace tiempo que no ven. Y afirman, juran, que antes de la pandemia llevaban una vida felizmente normal.

Confunden aislamiento social con encierro, democracia con dictadura. No quieren que el Estado los cuide

Como dice el verso popular, “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero, ¿estamos seguros que nuestras vidas antes de la pandemia realmente eran normales y mejores? Al menos yo no estoy en condiciones de afirmarlo.

Corría el mes de marzo cuando comenzamos a saber de la existencia de este odioso virus. En ese entonces, a poco más de tres meses de haber asumido el gobierno de Alberto Fernández, recién comenzábamos a reconstruirnos; como Nación y como individuos, después de atravesar el gobierno de Mauricio Macri, que terminó su mandato presidencial con niveles de actividad económica inferiores a los de 2015 y sectores de fuerte caída, como la industria, el comercio y la construcción. Que disolvió ministerios, familias y sueños.

Éramos un pueblo triste, desesperanzado, arrasado en su mayoría por el capitalismo salvaje, por el neoliberalismo recargado, por la ambición de poder de unos pocos. Un pueblo que había perdido la paz, la dignidad, que vio vulnerados sus derechos humanos, que (realmente) fue coartado en su libertad de expresión, que fue reprimido en todo sentido (literalmente por las fuerzas de seguridad y simbólicamente por los medios de comunicación). Un pueblo que en los últimos cuatro años había aumentado notablemente las cifras de inflación, desempleo, desnutrición, pobreza e indigencia; y con ello también las consultas médicas, psicológicas y psiquiátricas; los cuadros de ansiedad y de depresión, los infartos, los suicidios post-despido y las muertes producto de la desidia de un Estado que no nos cuidó en lo absoluto. Porque no nos olvidemos que detrás de esas cifras había (hay) personas.

Éramos un pueblo triste, desesperanzado, arrasado en su mayoría por el capitalismo salvaje

Eso sí, algunas invadidas por el individualismo, capturadas de manera creciente por la virtualidad de las pantallas y las redes sociales. Viviendo para el afuera. Cronometrando todo; leyendo solo mensajes cortos y escuchando audios de no más de 30 segundos. Regidos por la “meritocracia”. Llenos de “amigos” a los que no le conocen ni la risa. Apresurados, corriendo detrás de algo que ni ellos saben qué es. Sosteniendo trabajos que no los complacen y hasta a veces, los exponen. Pasando mucho más tiempo afuera de casa que adentro. Llegando tarde a todos lados, porque trasladarse en tiempo y forma es solo una cuestión de suerte (y ni hablar de viajar seguros). Compartiendo el tiempo con compañeros y compañeras de trabajo que detestan, familiares que no aman e hijos e hijas que no desearon tener. Pero con rutinas “normales” a las que ruega volver. Porque ellos sí son normales. Y los normales no se angustian. ¡Porque no vamos a negar que parar a pensar… angustia! Y a la angustia se le huye.

Claro, es entendible que quieran pasar de largo de reflexionar y volver a esa especie de burbuja que algunos llaman normalidad. Pero si me preguntas a mi… yo esa normalidad no la quiero. Tal vez hayamos aceptado lo inaceptable durante mucho (demasiado) tiempo y nuestra realidad anterior ya no pueda ser aceptada como normal. Si no nos impulsa la propagación de un virus que puede enfermarnos y hasta terminar con nuestras vidas y la de nuestros seres queridos, ¿entonces qué?

Ni siquiera en cuarentena… el tiempo nunca sobra. Sería mejor aprovecharlo para pensar nuevas formas de relacionarnos, de organizarnos. Nuevas modalidades de trabajo que nos incluyan y nos protejan a todos y a todas. Enfrentar los nuevos desafíos de la política y el sindicalismo. Dejar la queja boba a un lado y ser parte del fortalecimiento de un Estado que nos devuelva la dignidad. Esto sí es urgente.

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