
Salud mental en emergencia: un país que siembra espinas no puede cosechar calma
Mientras crecen las internaciones en instituciones de salud mental y el presupuesto
retrocede a la mitad de lo que manda la ley, el sufrimiento psíquico deja de ser un asunto
individual y se convierte en el espejo de un país que se desangra entre la inequidad, los
recortes y la indiferencia política que muestra lo que somos como sociedad: un cuerpo
colectivo herido por la desidia política. Por eso, cuando el Estado recorta en salud y
educación, no solo ajusta presupuestos: erosiona la esperanza de un pueblo.
De un tiempo a esta parte, queda claro que el dolor ya no cabe en un consultorio. Se
derrama en las guardias saturadas, en los pasillos atestados de gente que espera horas por
una respuesta que nunca llega. Se sabe que en los últimos dos años, las internaciones por
salud mental aumentaron más de un 40 %. Cada cifra es una vida que buscó ayuda o pidió
auxilio, una mente fragmentada, un espejo que devuelve la imagen de un país agrietado.
Pero mientras las internaciones se multiplican, el Estado achica su mirada: la Ley Nacional
de Salud Mental exige un 10 % del presupuesto, pero apenas se destinó un 4,1 %. Para la
adolescencia —ese territorio donde se gesta el futuro— la cifra es casi una burla: 0,4 %. En
una tierra donde las semillas necesitan cuidado, se riega con ausencia.
La paradoja es cruel: el malestar crece y la demanda aumenta un 12 %, pero la inversión se
encoge. Es como pretender apagar un incendio con un vaso de agua. Y no cualquier
incendio: uno que se expande en silencio, que quiebra vínculos, que erosiona el ánimo, que
arranca de raíz la confianza en la vida.
Porque la salud mental no es un lujo, es un derecho. Y cuando se convierte en privilegio, lo
que florece no es la calma, sino la desesperanza. La angustia no se cura con diagnósticos,
sino con justicia; no se calma con recetas, sino con dignidad.
El sufrimiento psíquico no se explica sin contexto. Una comunidad organizada que no cuida
su salud mental es una comunidad que desatiende lo más humano que tenemos: la
conciencia de vivir en sociedad, de establecer lazos. La salud mental abarca mucho más
que la prevención de adicciones o el tratamiento de las patologìas psiquiátricas; también
incluye el derecho a la educación, al trabajo digno, a la recreación, a la vivienda, a las
vacaciones, al acceso a la salud y, sobre todo, al derecho a la esperanza. Allí donde se
niegan estos pilares, no florece nada bueno… crecen los síntomas como maleza.
No es casual que la Organización Mundial de la Salud proyecte que para 2050 la depresión
será la principal enfermedad del planeta, por encima incluso de las cardiovasculares o las
infecciosas. No es un azar biológico: es la consecuencia de décadas de desigualdad brutal,
de concentración obscena de la riqueza en pocas manos, mientras las grandes mayorías
hacen malabares para llegar a fin de mes. Hablar de salud mental es hablar de equidad
social, de derechos básicos, de proyectos de vida posibles.
En Argentina, el retroceso se siente con fuerza. Tras avances logrados en los últimos años
—con la Ley de Salud Mental y programas en provincias como Buenos Aires—, el cambio
de gobierno en 2023 abrió una etapa de desfinanciación sistemática: salarios congelados en
el sector salud, trabas al reconocimiento de enfermeros, recorte en políticas de atención y
prevención. Una herida que no solo se mide en números, sino en angustias cotidianas.
Y como si fuera poco, las decisiones políticas tomadas por el poder ejecutivo en el día de
ayer que siguen sembrando espinas: el presidente Javier Milei firmó el veto a la Ley de
financiamiento universitario y la Ley de emergencia pediátrica que buscaba dar respuesta a
la crisis del Hospital Garrahan y al reparto de fondos a las provincias. La educación y la
salud infantil son pilares de la salud mental colectiva: estudiantes sin futuro y niños sin
atención son la semilla de un sufrimiento que no se tapa con discursos de “libertad”, porque
lo que se está cercenando es la posibilidad de vivir con dignidad.
Salud mental también es justicia social. Y la ecuación es cruel: ningún sueño puede
germinar en un suelo reseco de derechos y ningún país que siembra espinas podrá
cosechar calma.





