Los Romanceros de Calatrava
Nuestra Promo, un grupo de compañeras y compañeros que cursamos los estudios secundarios en el viejo Colegio Nacional de Sunchales, en realidad no tuvo nada de gloriosa, mucho menos si la comparamos con gestas heroicas que tuvieron como protagonistas a preadolescentes y adolescentes.
Lejos estuvimos de ser los Niños Héroes de Chapultepec que ofrendaron sus vidas defendiendo la soberanía de Méjico ante la embestida de su vecino del norte. Así y todo, cuando nos comunicamos los de aquella promoción, lo hacemos adjetivándola de gloriosa, sospecho que para valorizarnos a nosotros mismos. Y podemos polemizar y disentir sobre muchas cuestiones, pero si existe una coincidencia inalterable en el grupo, esta es que la Promo del 73´ fue gloriosa.
Ahora, si cualquier ciudadano de a pie y neutral debiera calificarnos en forma objetiva, seguramente el concepto no sería el mismo. No porque el grupo tuviese mala gente, no, nada de eso, sino simplemente porque ninguno de aquella Promo del 73´ descolló en alguna disciplina que valga la pena recordar.
Quizás sí se pueda mencionar que el Chiche Grosso fue un traumatólogo que sorteó dignamente las cirugías y las obvias puteadas de la profesión, y que además presidió durante dos períodos el Deportivo Libertad de nuestro pueblo, o que el Tate Buracco fue un ingeniero que hizo algún dinero incinerando cadáveres en el crematorio que instaló en Buenos Aires. O que Angelito Longoni como concejal de la ciudad fue un buen ingeniero y que Pony Castaña todavía anda haciendo algún daño con su título de arquitecto en la mediterránea provincia de Córdoba.
Quienes lograron en su momento una trascendencia por encima de la media del grupo fueron Mónica Barbero, que fue asistente de dirección del gran Leonardo Favio en su inolvidable Gatica, El Mono, o mi amigo, el Lírico Milanesio, que tuvo su cuarto de hora en las décadas del 80´y 90´ con un programa en Radio El Mundo que se llamaba Italianíssima, seguido por una inmensa cantidad de tanas y tanos nostálgicos de la música de los pagos de Julio César. Tal fue el éxito de Italianíssima, que desde su inicio en 1983 se mantuvo en la cima hasta fines de la década siguiente. Para muestra basta un botón: los domingos el programa medía 12 puntos de rating, y Héctor Larrea, un capo de la radiofonía argentina, con su programa de lunes a viernes, medía 8 puntos. Este suceso le permitió a nuestro amigo asistir cuatro veces al Festival de la Canción de San Remo y conocer personalmente a figuras como Peppino Di Capri, Massimo Ranieri, Iva Zanicchi, Luciano Pavarotti y Franco Simone, que estuvo en la casa del Lírico grabando una nota en una de sus visitas al país. Y como no hay mucho más, se puede decir que Mónica y el Lírico rescataron al grupo de la chatura a la que el resto lo había sometido.
Pero el curso parió buena gente. Estoy seguro que Eduardo Pons, al que llamábamos Sabú por su parecido con el exitoso cantante tempranamente desaparecido, habrá tratado a los animalitos en su condición de veterinario con la misma bonhomía que nos dispensaba a sus amigos de la secundaria.
Habíamos conformado un grupo folclórico al que, influidos por la literatura de 4º año bautizamos Los Romanceros de Calatrava. ¡¡¡La mierda!!! Si alguien se hubiera guiado por el nombre nos hubiese asegurado un venturoso pasaje a la posteridad. Teníamos una sola voz rescatable, Rubén Sequeira, a quien llamábamos Safari, en alusión al nombre de un conjunto de moda que tenía el hit «Es preferible reír que llorar» cuyo autor era el español Peret. La canción dice: «Si la chaqueta/me queda corta /no me preocupa/voy a la moda», y como los padres de Rubén le habían comprado en su momento un saco para primer año, sin calcular que el chico crecería, lógicamente el saco, de uso obligatorio, fue quedándole corto. Y desde entonces, para todos nosotros, Rubén fue «Safari».
El conjunto estaba compuesto por «Safari», Chiche Grosso, Boya Richiger, Tano Soldano y este servidor, y en alguna oportunidad supo sumarse el Lírico Milanesio. De los Romanceros de Calatrava no hay una sola crónica amarillenta ni videos en YouTube. Nuestras actuaciones se limitaban a reuniones de amigos, que estoicamente, consumo de vino barato mediante, solían hacer palmas y corear fuera de tono.
Ensayábamos en la casa de «Safari», a medianoche, en una liturgia de afectos que se nos impregnaron en la piel y el corazón, y sabido es que, para las personas sensibles, lo que se acumula en el alma en esa etapa de nuestra formación y crecimiento, es para toda la vida.
Esos ensayos eran invariablemente seguidos in situ por dos chicas del curso, Coqui D´eangelis y Cecilia Fiori, las que por supuesto tenían serios encontronazos con sus progenitores porque no tenían forma de justificar ante los mismos eso de ir a acostarse todas las noches tipo tres y media o cuatro de la mañana por compartir ensayos con una banda cuya valoración musical no parecía justificar su existencia.
Coqui y Cecilia eran quienes desde la platea del comedor intentaban vanamente armonizar los desajustes del grupo. Nos paraban cuando alguna voz entraba a destiempo, o sea, casi siempre, o cuando alguno de nosotros desafinaba por encima de la media, o sea? casi siempre.
Ocasionalmente venía el Negro Bachicha, que, aunque había abandonado el secundario antes de empezarlo, por una cuestión de amistad nos hacía el aguante porque sabía que ahí no se estudiaba ni se trabajaba, solo había que escuchar voces desacopladas entre mates y vino.
La actuación más significativa, aunque viciada de nulidad por la forma en que fue concebida, se dio en un parque de diversiones que llegó al pueblo. Además de los juegos de rigor que presentaban aquellos parques humildes, la velada culminaba con esforzados cantantes de conjuntos que expresaban su arte sobre un escenario medio desvencijado, que cierta noche se derrumbó, según se adujo, por el sobrepeso de tres integrantes de los cinco de Los Comepuchero del Huayra.
Los concurrentes podían votar al que consideraban el mejor grupo. Para eso debían comprar un formulario que completaban de puño y letra con el nombre del conjunto y depositaban en una urna severamente custodiada por el personal del mismo parque. Al final de la semana abrían la urna, se contaban los votos y se consagraba al grupo ganador, cuyo premio consistía en una módica, pero importante por el contexto, suma dineraria, fruto de la venta de aquellos formularios.
Nadie conocía al ganador hasta el momento del anuncio. Ni nosotros, que en un pacto con algunos amigos habíamos acordado que, de resultar ganadores, compartiríamos el premio con ellos para hacernos una panzada de choripanes y vino. El acuerdo los incentivó para que oficiaran de importantes instrumentos a la hora de «sugerirle» a la gente que emitiera su voto a nuestro favor (incluso ellos mismos, nos enteramos más tarde, se encargaban de recoger los formularios y llevarlos a la urna, lo que a su vez les permitía conocer la decisión de los votantes).
Y, créase o no, llegó esa noche en que el locutor, impostando su voz, anunció al conjunto ganador:
-La gente, ustedes -señaló al público expectante-, han elegido por amplia mayoría al grupo ganador de la semana… ¡¡¡Felicitaciones, Romanceros de Calatrava!!!
El júbilo fue total: Nosotros porque, a pesar de todo, éramos los ganadores, y nuestros amigos, porque tenían más sed que beduinos masticando anchoas.
Esa, nuestra única actuación apoteótica, quedó registrada en el corazón de quienes vivimos la bohemia de un tiempo lejano, bello, irrepetible. Es más: Una vieja leyenda cuenta que aún hoy el espíritu de los Romanceros de Calatrava sobrevuela el espacio aéreo donde funcionó aquel parque de diversiones. Y en noches de luna llena la figura fantasmagórica del parque se agiganta y se mece en brazos de la nostalgia por todo aquello que no volverá.
In memoriam de Rubén Sequeira, Coqui D´eangelis, Tano Soldano, Boya Richiger, Marito Rodríguez y Chiche Grosso; que se nos adelantaron y nos esperan en el recreo largo para no separarnos nunca más.
Etín Ponce