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Los opositores, ¿Enemigos o Adversarios?

Una aproximación al paradigma político de Daniel Scioli a partir de tres definiciones de Gustavo Marangoni 

Por Alberto Lettieri, historiador

La semana pasada, Estela de Carlotto se refirió al probable próximo mandato de Daniel Scioli, como un período de transición, en vistas de un retorno a la gestión presidencial de Cristina Fernández de Kirchner. Llamó la atención esta afirmación taxativa, proveniente de una voz que no pasa habitualmente desapercibida en la política criolla y que parecía expresar la esperanza de los caracterizados referentes del progresismo academicista, como Ricardo Forster u Horacio González –aunque paradójicamente en un momento en el que estos actores prefirieron, convenientemente, llamarse a silencio–. La declaración rápidamente fue desmentida por figuras no menos conspicuas del kirchnerismo, como Juan Manuel Abal Medina o la diputada Diana Conti, quienes desecharon la posibilidad de que el gobierno de Daniel Scioli estuviese destinado a asumir un carácter transitorio. Por su parte, el Director de la ANSES, Diego Bossio, destacó la capacidad de liderazgo de Daniel Scioli en vistas de su presumible sucesión presidencial.

Las expresiones vertidas dan cuenta del paulatino cambio de la arena política ante la inminencia de una nueva etapa que necesariamente estará signada por el estilo de conducción política del nuevo presidente.

Las expresiones vertidas por figuras que han jugado un papel significativo a lo largo de los 12 años de la exitosa gestión presidencial de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner, dan cuenta del paulatino cambio de la arena política ante la inminencia de una nueva etapa que necesariamente estará signada por el estilo de conducción política del nuevo presidente.

Frente a esa maraña de animados contrapuntos que alimentan la tradicional voracidad de los medios y de la comunidad política en general, a la que se han dedicado ríos de tinta y generosos espacios en portales y media, considero de mayor utilidad analizar cómo el círculo de consulta mas estrecho de Daniel Scioli caracteriza la próxima etapa. Análisis realizado a partir de una serie de definiciones vertidas por uno de sus referentes clave, Gustavo Marangoni, en una reunión de militantes del campo popular celebrada en el Ateneo Para La Victoria de la Ciudad de Buenos Aires, el pasado viernes 25 de septiembre. Sus conceptos sobre la manera en la que el sciolismo ha entendido –y entiende– la práctica política, permiten comenzar a definir los fundamentos de un nuevo paradigma político, indispensable para continuar y profundizar los logros de la década precedente.

Para iniciar una sistematización de dicho paradigma, naturalmente sujeto a las transiciones que puedan imponerle los tiempos y los cambios en la constelación política, destacaré en este artículo tres definiciones enunciadas por Marangoni:

  1. “Tenemos el desafío de armar la comunidad organizada del Siglo XXI”
  2. “Debemos hacer política a favor de la política, es casi una tarea docente. No como otros lo hacen en contra de la política”
  3. “No vemos en nuestros adversarios a nuestros enemigos. Vamos a gobernar para todos.”

La primera de las definiciones, “Tenemos el desafío de armar la comunidad organizada del Siglo XXI”, viene a desmentir a rajatabla el argumento que sostiene que la próxima etapa del Proyecto Nacional solo tendría un carácter transitorio. Los compromisos firmados por Daniel Scioli con diversos sectores de la sociedad, la cultura, la política y la economía permiten definir un modelo de país productivo y sustentable en el tiempo, basado en la interacción y el diálogo entre las fuerzas vivas de la sociedad nacional, sin perder de vista las oportunidades y desafíos procedentes del tablero internacional. Más allá de sus objetivos contrapuestos, los modelos de la Generación del 80 y del Peronismo quedaron instalados como paradigmas sociales debido a su pretensión de dotar de una organización a la Comunidad, uno sobre la base de la sumisión de las mayorías, el otro, sobre la inclusión y la reivindicación de los derechos de las mayorías. Para afrontar el Siglo XXI, resulta indispensable sintetizar continuidad y cambio, para conservar lo logrado y potenciar lo pendiente, articulando a la Comunidad Organizada en torno a un modelo productivo y redistributivo.

La historia nos enseña que habitualmente quienes descalifican a la política lo hacen con la secreta intención de alejar a las mayorías populares de ésta y de despojarla de todo sentido ético y democrático.

La segunda de las definiciones, “Debemos hacer política a favor de la política, es casi una tarea docente. No como otros lo hacen en contra de la política”, remite al discurso asumido por la oposición que ha optado por denostar la práctica política, como si esa misma oposición no cargara con una tradición centenaria en algunos casos, o una significativa experiencia de gestión –y no precisamente transparente– en otros. Es cierto que si bien, en sus inicios –1943 a 1945 –, Juan Domingo Perón se presentó como alguien que venía de afuera de la política, pero no hizo para descalificarla como actividad humana y reivindicativa, sino únicamente para tomar distancia de las prácticas propias de los protagonistas de la “Década Infame” –radicales, socialistas, conservadores y liberales –. Una política corrupta, subordinada a los intereses de una minoría privilegiada que excluía al pueblo; características que, justamente, Perón se proponía modificar radicalmente sobre la base de un nuevo modelo de liderazgo y la celebración de un nuevo consenso político. La política puede ser tanto una herramienta de emancipación como de sumisión. El problema radica en quiénes la hacen y cuáles son sus programas y objetivos. La historia nos enseña que habitualmente quienes descalifican a la política lo hacen con la secreta intención de alejar a las mayorías populares de ésta y de despojarla de todo sentido ético y democrático.

La tercera de las definiciones, “No vemos en nuestros adversarios a nuestros enemigos. Vamos a gobernar para todos”, remite a un fundamento esencial de la dinámica política, enunciado por Nicolás Maquiavelo en el Siglo XV, cuando sostuvo que lo complicado no era acceder al poder, sino conservarlo. Para ello, no bastaba con la fuerza o la legitimidad del origen –tradiciones, religión, elecciones, guerra, etc–, sino que resultaba indispensable obtener el consenso de los gobernados. Las etapas revolucionarias de la historia se han caracterizado por la definición del adversario como enemigo, dentro de una lógica en la que ambos se niegan su derecho a ser. Unos porque quieren conservar sus privilegios, otros porque desean liquidarlos y transformar el orden y la estructura social. La Revolución Francesa, por ejemplo, no habría podido modificar un orden aristocrático en caso de haber prescindido de la Etapa de los Jacobinos. Sin embargo, sobre esos fundamentos políticos e ideológicos no podría haberse garantizado la continuidad de los principios revolucionarios en el tiempo. Fue necesaria su posterior institucionalización, para garantizar su triunfo y extender su propuesta a lo largo del planeta.

La mejor manera de garantizar la continuidad de las conquistas de la última decada en el tiempo parece consistir en la definición de un Nuevo Consenso, sobre la base de los logros obtenidos sumados a aquellos aspectos que aún quedan pendientes y sobre la valiosa herencia que recibirá el próximo gobierno.

Durante la última década se llevó adelante una profunda transformación en nuestra sociedad, que supuso necesariamente una clave política de confrontación, propia –como hemos visto– de cualquier etapa de cambio sustancial de las reglas del juego. Sin embargo, hoy en día muchas de esas conquistas –Asignación Universal Por Hijo, políticas provisionales, Plan PRO.CRE.AR, Conectar Igualdad, desendeudamiento, etc–, son aceptadas incluso por la oposición más radicalizada, al haberse incorporado sólidamente en el imaginario social. La mejor manera de garantizar su continuidad en el tiempo no parece consistir en la continuación de los términos de una confrontación de intereses propia de la década pasada, sino en la definición de un Nuevo Consenso, sobre la base de los logros obtenidos sumados a aquellos aspectos que aún quedan pendientes y sobre la valiosa herencia que recibirá el próximo gobierno. Conceder al opositor el trato de adversario implica adoptar una opción por el diálogo que es reclamada por nuestra sociedad. Y lejos de implicar un gesto de debilidad, significa un acto de grandeza, propio de un conductor consciente de la justicia y de la potencialidad de su propuesta, en la que decide incluir al conjunto de los argentinos, también a aquellos que, en su momento, dudaron o se opusieron al Proyecto Nacional, pero fueron convencidos finalmente ante la magnitud de sus realizaciones.

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