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Las ollas no son cacerolas

Alma Rodriguez

A lo largo de la historia, las distintas luchas sociales tomaron diferentes formas de expresión y, en muchos casos, asociadas a distintas manifestaciones de la memoria colectiva, terminaron transformándose en un símbolo a lo largo del tiempo: una bandera, algún emblema o alguna otra forma de nombrar o simbolizar la lucha. Muchas veces se trata de un término que nos retrotrae a determinadas prácticas sociales.

Las palabras, se sabe, son el medio por el cual es posible expresar lo que pensamos, lo que sentimos o lo que deseamos a lo largo de nuestras vidas. La lengua que utilizamos para nombrar y comunicarnos ofrece una variedad infinita de signos que hace posible esas expresiones. Es así como los términos conllevan un sinnúmero de significados que no sólo sirven para nombrar sino que acarrean ideología y por lo cual no da lo mismo la utilización de un término o de otro. No es lo mismo decir “llover” que “garuar” o “diluviar”, así como no es lo mismo decir “artesano”, “joven mapuche” o “Santiago Maldonado” y de esa misma manera no es lo mismo “olla” que “cacerola”.

Las cacerolas como instrumento de expresión y forma de manifestación de una protesta tuvieron su aparición en diciembre de 2001 cuando muchos decidieron, conjuntamente y de manera casi convencional, salir a la calle a golpear el primer “cacharro” que encontraron. Era de noche y una cacerola vacía era lo que más a mano tuvo la clase media para comenzar a golpear y ser escuchada. La disconformidad, la indignación y el enojo de un amplio sector de esa clase se hicieron escuchar esa misma noche y dicho fenómeno recibió el nombre de “cacerolazo”. Todo un neologismo.

De ahí en más, las cacerolas estuvieron a mano para que un sector de la clase media más acomodada saliera a protestar ante la indignación que le generaba, cuanta medida popular propulsara el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. No era cuestión de salir solamente con la cacerola: en algunas fotos se pudo ver a la señora de Barrio Norte haciendo “cacerolear” a su mucama y, de esa manera, obligando a alguien a identificarse con una clase social ajena.

Así surgieron los “cacerolos”, grandes exponentes de la indignación y el gorilismo. La olla es otra cosa. Y cobra otro sentido cuando esa olla es olla popular.

Aunque se le parezca en lo que nombra, la olla constituye el emblema de las clases populares más perjudicadas frente al hambre y la desocupación. La olla no transmite indignación sino dignidad, es el lugar de reunión para palear el hambre de muchos: niños, niñas, adolescentes, familias enteras recurren todos los días a las ollas populares para hacer frente al brutal ajuste. Ellas son símbolo de aquello que se comparte junto con el dolor y la rabia de no tener qué comer. Las ollas populares -que resurgieron a partir de las políticas económicas y sociales del gobierno de Maurici Macri- son el refugio para quienes el Estado desampara y deja afuera mediante la implementación de sus políticas económicas y sociales. Esas ollas sí hacen ruido y molestan porque visibilizan la ausencia del Estado. Y eso jode.

El miércoles por la tarde, Corina de Bonis, maestra del Centro Educativo complementario 801 de Moreno, fue abordada por desconocidos que la obligaron a subir a un auto para golpearla, torturarla, colocarle una bolsa en la cabeza, amenazarla de muerte y, finalmente, escribir sobre su cuerpo la frase: “Ollas no”. Estas prácticas que nos retrotraen a lo más terrible de la última dictadura nos dejan sin palabras ante el horror.

En su Oración de un desocupado, dice Juan Gelman: “yo no robé/no asesiné/fui niño/ y en cambio me golpean (…) Padre, bájate, si estás, que busco resignación en mí y no tengo y voy a agarrarme la rabia y a afilarla”.

Muchas fueron las manifestaciones inmediatas de repudio ante los hechos, sin embargo nadie de la clase media acomodada salió a cacerolear por Corina.

Hubo, por suerte, muchos compañeros docentes, que al día siguiente salieron a las calles a marchar por ella y por todas las Corinas que día a día dan de comer y que hacen ruidos con sus ollas para que algún día dejen de torturarlas y se las escuche.

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