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Fernando Sabag Montiel, el hombre que empuñó el arma.

Lo primero que pensó, esposado y sentado en el patrullero, fue que  perdería la seña que esa misma tarde, en un local de Quilmes, había dejado para un tatuaje.

Habían pasado unos minutos de las nueve de la noche y ahí, en el corazón de Recoleta, su mundo parecía en pausa. No tenía miedo y tampoco estaba nervioso. No sentía nada, estaba en blanco. Con la mente ausente y el corazón vacío, solo atinó a tener ese primer pensamiento y luego, solo mirar hacia afuera por las ventanillas. Tras ellas, todo parecía vértigo.

Había perdido de vista a Brenda y casi se había olvidado   también – de ella cuando volvió a verla por el rabillo del ojo, a través de la ventanilla delantera de su izquierda. El último registro de su presencia fue antes de subir al coche policial, cuando unos tipos y algún cana (no sabía bien ni quiénes ni cuántos) lo habían llevado a empujones hacia Juncal y le pasó a su lado lado. Ella estaba quieta, impávida, parada ahí, como una militante más, como alguien ajeno a todo, con la bolsa en la mano. Él pudo verla y ella ni lo miró. Como si el huracán de brazos y piernas y gritos no hubiese pasado a centímetros suyo y como si hasta unos minutos antes  los dos, ella y él, no hubieran planeado una vida juntos. Y una muerte.

Fernando Sabag Montiel intuyó que ella estaba haciendo su parte del plan: reunirse con Nicolás Carrizo, que estaba parado en la vereda de enfrente. Porque esa noche, en esa esquina, estuvieron los tres. Brenda y Fernando llegaron caminando por Uruguay desde la avenida Santa Fe, cruzaron Juncal, se instalaron donde luego se los vio mil veces multiplicados por las señales de noticias, sobre la vereda de la entrada de servicio del edificio donde vive (o vivía) la vicepresidenta.

Nicolás Carrizo había llegado más temprano, un par de horas antes, y se había instalado también sobre Uruguay, pero de la mano de enfrente y haciendo esquina; en diagonal exacta a donde se paró el primer tirador. Carrizo también tenía un arma, en algún momento barajaron la posibilidad de disparar los dos en fuego cruzado, o que disparase Nicolás si Ella se acercaba primero hacia los militantes que estaban sobre la vereda de enfrente a su puerta. Pero no sucedió así y el que disparó, fallidamente, fue Fernando.

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Cuando la bala no salió, los tres quedaron estupefactos.

Es aquí donde las historias se bifurcan e iremos siguiendo el derrotero de cada uno en este capítulo y en los que siguen.

Nando está sobre el patrullero, ya veremos cómo fueron sus horas siguientes, pero no queremos terminar este capítulo sin saber quién es él, o quien fue antes de que empuñe un arma a treinta centímetros de la cabeza de Cristina Fernández de Kirchner.

Brenda se alejó, ausente, y ni bien pasó la maroma con su novio, los policías, el patrullero y los militantes ella cruzó rauda e indiferente hacia donde estaba Nicolás, y juntos caminaron despacio por Juncal, tomaron Vicente López y al llegar a la avenida Callao se separaron.

Carrizo se fue a la casa de Sergio Orozco en la Avenida Montes de Oca del barrio porteño de Barracas. Allí “ranchaban” varios del grupo que luego se conoció como “Los Copitos”, y que vendrán varias veces a estas páginas.

Brenda Uliarte en colectivo y en tren, se fue a San Miguel, en el conurbano bonaerense. Sabía que al departamento de la calle Uriburu al 700 de la localidad de San Martín que compartía con Sabag no podía volver: antes que ella llegaría la policía. No habían planificado que el crimen no se ejecutara ni tampoco que no pudieran huír sin ser vistos, Nando  y ella por su lado, Nicolás por el suyo (siempre pensaron que el caos sería tal, que pasarían inadvertidos, que nadie sabría de dónde salió la bala, que todos los ojos estarían puestos en Cristina asesinada). Y pensó en Lucas.

Lucas Ocampo, un albañil de poco más de veinticinco años, ex pareja de Brenda y el papá de su hijo muerto. Él no la esperaba, ella no pensaba ir, por lo que cuando tocó el timbre eran pasadas las once de la noche y se sorprendió al verla. Había llegado cansado de trabajar y ni había visto las noticias, por lo que cuando ella le dijo: “Dejame dormir acá, estuve con el tipo que trató de matar a Cristina”, él no sabía de qué hablaba.

Pero ahora, debemos hablar de Fernando Sabag Montiel, ya retomaremos los pasos de Brenda, de Nicolás, de tantos otros que esa noche dormirán inquietos.

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Fernando Andrés Sabag Montiel, nació en Brasil el 13 de enero de 1987. Hijo de una madre argentina,  Viviana Beatriz Sabag;  y un padre chileno, Fernando Ernesto Montiel Araya,  pasó sus primeros seis años en San Pablo hasta que la familia volvió a Buenos Aires. El padre había sido expulsado del pais luego de seis sucesivas condenas por hurto, robo, falsificación de documentos y varios delitos menores más. Ya en Argentina, se instalaron en la casa porteña de Terrada al 2300, en Villa del Parque, que Viviana había heredado de sus padres, Jacobo Sabag y María Moslue. En esa casa creció Fernando, o Nando, o Teddy, o Salim, como se hacía llamar de acuerdo al grupo con el que interactuase, en el colegio, en el barrio. En esa casa vio morir a su madre; de esa casa se fue su padre hacia Chile.  No volvió a ver a ninguno de los dos.

Fernando conservó la libreta de enrolamiento de su abuelo Jacobo y la partida de nacimiento de su madre Viviana. Fue una de las pocas cosas que encontraron entre la mugre de su departamento minúsculo de la calle Uriburu, cuando hicieron dos desprolijos allanamientos. Todos los años que vivió en el domicilio de la calle Terrada, no supo sostener la casa. Lo que se rompía, así quedaba. No tenía intención de gastar dinero, que no tenía, en reparaciones. Alquiló un cuarto a un peluquero y durante un tiempo convivieron, hasta que le dejó la casa solo a él y se mudó a San Martín.

Si tiene un buen recuerdo de sus abuelos maternos, Jacobo y María, de los paternos no tiene ninguno.

José Ernesto Montiel Ahumada es el padre de su padre y trató a su nieto solo en sus primeros años, en Brasil, sin dejar ninguna huella emotiva. María Araya, es la madre de su padre. María tiene ochenta y cuatro años y vive en Valparaíso, de donde nunca salió ni siquiera para conocer a su nieto, del que ignora todo. Vive con su hijo Fernando Ernesto, el padre de Nando.

El abuelo José Ernesto murió en 1998 a los 64 años en San Pablo, Brasil. Era cerrajero, cuando se separó en Chile de María, se fue a Brasil y allí volvió  a casarse con Rosemarie de Souza, a quien doblaba en edad. La nueva esposa no llegó a cumplir los treinta y tres años, antes José Ernesto Montiel Ahumada le descerrajó un tiro en la cabeza y se suicidó.

Fernando Sabag Montiel siempre quiso que alguien lo viera. Dejar de ser invisible como sentía era en su casa. Durante un tiempo pensó en una banda de rock y se dejó el pelo largo; luego creyó que con dinero podría lograrlo y se cortó el pelo para simular ser un empresario. Nada concretaba y entonces todo simulaba y lo hacía crecer. Igual que Brenda, sentía que la foto de su vida salió movida y era su tarea ponerla en foco para que otros la vean.

Con el alquiler de la casa al peluquero y los dos autos roñosos que había logrado comprar con unos pesos heredados, y que había puesto a trabajar en una remisería que no tenía todos los papeles, no le alcanzaba demasiado. En algunas fiestas y boliches conoció a decenas de personas tan al borde como él, y nadie creía demasiado lo que el otro impostara. Pero no importaba demasiado, tampoco. Un día se interesó por el discurso de unos pibes en un bar, empezó a verlos seguido y a imitarlos en algunas cuestiones. Se hizo tatuajes a su estilo: un “Schwarze Sonne”, un sol negro, símbolo esotérico y oculto usado en el misticismo nazi. Un martillo de Thor en una mano, una cruz templaria, también común en el movimiento skinhead, en la otra. Los tatuajes le dieron seguridad en si mismo, sentía por primera vez que pertenecía a algo, aunque fuese infatuado. Empezó a construír su discurso en función de ese espacio de pertenencia.

Y una noche, en una fiesta, conoció a Brenda, tan rota como él, tan aparente como él.

 

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