Fernanda Vallejos: «Dejar atrás el imperio del capital financiero»
«La primera pregunta que uno se hace es ¿por qué la pandemia fue capaz de desmoronar imperios económicos? Yo tengo una primera respuesta y es que muchos de esos imperios olvidaron lo mejor del capitalismo y se aferraron a lo peor: la lógica financiera».
Presidente Alberto Fernández, 8 de julio de 2020
La crisis mundial que desató el coronavirus es inédita, por sus características y alcance, en la historia del capitalismo. Sin embargo, las crisis no son una novedad a lo largo de la evolución del sistema y, por cierto, en las últimas décadas se han vuelto más recurrentes. Sin ir más lejos, hace apenas algo más de 10 años, la de las hipotecas subprime puso al desnudo, ante los ojos del mundo, las vulnerabilidades del estadio que rige desde la década del 70, que, comúnmente, llamamos neoliberalismo.
Por Fernanda Vallejos (*)
América Latina sabe bien de qué se trata porque las dictaduras cívico-militares que azotaron a nuestra región a partir del golpe de Estado de 1973 en Chile, ofrendaron a nuestros países como laboratorios de ensayo de las políticas características del imperio del capital financiero que, desde entonces, desplazó al capitalismo productivo, para luego extenderse por el mundo, debilitando el poder creciente que los trabajadores habían conquistado en el marco del pleno empleo y el Estado de Bienestar.
La libre movilidad del capital, la “independencia” (de los poderes democráticos, más no del financiero) de los Bancos Centrales, y la acumulación de poder de los fondos y entidades financieras han sido algunos de los pilares sobre los que se erigió un sistema-mundo signado por la concentración de poder y riqueza en cada vez menos manos, junto con el avance de la desigualdad social, el desempleo y el endeudamiento crónico.
Como muestran los investigadores Vincenc Navarro y Juan Torres López en “Los Amos del Mundo”, para el año 2011, apenas 147 empresas transnacionales controlaban el 40% del valor accionarial mundial, mientras que sólo 4 grandes compañías controlan el 70% del comercio mundial de comida, en tanto que en muchos otros mercados esenciales, las 10 mayores empresas controlan: el 53% del mercado farmacéutico mundial, el 54% del beneficio del sector de biotecnología, el 62% del sector de farmacéutica veterinaria, el 80% del mercado global de pesticidas y del comercio mundial de alimentos o el 90% del mercado mundial de semillas comerciales y prácticamente la totalidad del mercado internacional de petróleo.
Al tope de esa cima, aparecen los bancos. De las 147 grandes corporaciones que controlan el 40% del negocio internacional, tres cuartas partes son entidades financieras. Según los autores, “sólo Estados Unidos (que según los datos del FMI tenía un PBI de 17 billones de dólares en 2011), la Unión Europea (15,6 billones) y China (7,9 billones) tenían un volumen de actividad mayor que los activos de las tres empresas financieras más grandes del mundo en conjunto (JP Morgan, ICBC y HSBC), cuyo valor era de 6,85 billones de dólares. Y el valor de los activos de las diez más grandes (17,7 billones) incluso es más elevado que el PBI de la primera potencia mundial”.
Semejante imperio explica las preferencias de los grandes bancos en la diversificación de sus inversiones que, cada vez más, vuelcan al negocio de medios de comunicación, universidades y centros de investigación. La necesidad de sostener ese imperio es una buena razón de por qué la banca ha estado detrás del desarrollo y la difusión de la ideología neoliberal, con la que sustituyeron a la argumentación científica y apuntalaron el discurso que sostiene las políticas que sirven a sus intereses.
En este sentido, no es casualidad que un banquero como David Rockefeller, quien declaró en 1991 que “la soberanía internacional de una elite intelectual y de banqueros es preferible al principio de autodeterminación de los pueblos”, fuera el financista, a través de la fundación homónima, del desarrollo de la teoría monetarista que ha dominado en las últimas décadas, no sólo los claustros académicos, sino la toma de decisiones de ministros de economía y banqueros centrales.
El imperio de las finanzas que, como se desprende, no sólo es económico sino cultural, produjo, con el correr de las décadas, una atrofia sobre la actividad financiera que terminó por desnaturalizar el rol de intermediación de la banca como nexo entre el ahorro y la inversión.
Hoy por hoy, los recursos captados por las entidades del sector son orientados a la especulación, dedicándose a la comercialización de créditos y títulos financieros, lo que explica, en gran medida, los elevados grados de inestabilidad que sufre la economía de nuestros días, en la que han cobrado gran protagonismo actores no tradicionales, como los fondos especulativos, y prácticas igualmente nocivas, como la industria de la fuga de capitales y el fraude fiscal, que fluye a través de guaridas fiscales, de las que los bancos se valen para gestionar las fortunas mal habidas de los más ricos y poderosos del mundo.
El daño que ese proceso de financiarización ha producido sobre las sociedades está tan cuantificado como el desacople del mundo de las finanzas de la realidad productiva y social de los países.
Para poner un ejemplo cercano, basta mirar los datos del reciente informe de la CELAG “La mano visible de la banca invisible”. América Latina tiene el sector financiero más rentable del mundo, después de África. Y, junto con África, es la única región con rentabilidades mayores al 2% de los activos (ROA) desde 2005, duplicando o triplicando las de Estados Unidos, Canadá y Europa. Las casualidades no existen y, por eso mismo, no es casual que América Latina y África no sólo sean las regiones donde la banca obtiene los mayores beneficios, sino también las más desiguales del mundo.
Algunas conclusiones del documento son ciertamente dolorosas: si se excluye a la Argentina de la muestra, la rentabilidad sobre los activos cae por debajo del 2% anual. Durante el último año de Mauricio Macri, Argentina muestra el mayor registro (5,9%), que resulta 12 veces mayor al de España, que a su vez es uno de los más altos de la Unión Europea. Una vez más, si se quita a Argentina de la muestra, el promedio de los países bajaría del 2,6% al 2,2%.
Siguiendo el análisis del informe, esta vez para la rentabilidad sobre el patrimonio neto (ROE), este indicador trepó a niveles desorbitantes: 23,3%, lo que equivale a decir que un accionista puede “recuperar casi la totalidad de su inversión en apenas 4 años, una cifra que contrasta con los 13 y 18 años necesarios para recuperar la inversión en sectores no financieros de Perú y Chile, respectivamente; o los 9 necesarios para recuperar la inversión en el sector industrial de México”. Estos niveles se ubican más de 4 veces por encima de la rentabilidad que tienen las entidades financieras europeas.
Las novedades que se desprenden del informe, otra vez son escalofriantes para nuestro país: Argentina se posiciona en el extremo superior de rentabilidad en 2019, con el 44%, para el conjunto de bancos del sistema. Sin embargo, como mostramos en un informe sobre bancos de Proyecto Económico, al observar la situación de las principales 9 bancos privados del país, para algunos la rentabilidad medida por el ROE llega incluso a superar el 114% durante 2019. Argentina y Brasil destacan porque la mayor fuente de beneficios son las actividades especulativas en el mercado de valores y cambios, que explican la mitad de sus ingresos y aportan 4,6% de rentabilidad sobre activos en Brasil y 5,9% en Argentina.
Resulta por lo menos llamativo que, mientras los postulados neoliberales (las bondades de la desregulación económica y financiera, el achicamiento del Estado, el ajuste del gasto público, la reducción de impuestos) se pretenden imponer como universales, las políticas que se siguen de ellos, como las aplicadas entre 2015 y 2019, arrojen como resultado semejante contraste: el año en que Argentina alcanzó los niveles de inflación más altos en 3 décadas, vio caer al 40% de su población por debajo de la línea de pobreza, defaulteó (con ropaje de “reperfilamiento”) parte de su deuda, los bancos del sistema consiguieron los más extraordinarios niveles de rentabilidad.
Allá por 2009, en el marco de la anterior crisis, Matt Taibbi sostuvo que “después de haber jugado un papel central en 4 burbujas catastróficas, después de haber contribuido a hacer desparecer del Nasdaq 5 billones de dólares de riqueza, después de haber colocado millones de préstamos inmobiliarios tóxicos a pensionistas y municipalidades, después de haber contribuido a subir el precio del combustible hasta los 147 dólares el barril y provocado el hambre de 100 millones de personas en el mundo, después de haber puesto la mano sobre decenas de miles de millones de dólares de los contribuyentes a través de una serie de reflotamientos gestionados por su antiguo presidente ejecutivo, ¿cuánto ha devuelto al pueblo de los Estados Unidos en 2008? Catorce millones de dólares. Esto es lo que la firma (Goldman Sachs) ha pagado en 2008, una tasa de imposición efectiva de exactamente uno, usted lee bien, 1 por ciento. La banca ha pagado u$s 10.000 millones en primas y bonus el mismo año y ha tenido un beneficio de más de u$s 2000 millones. Por tanto, ha pagado al Tesoro menos de un tercio de lo que ha pagado a su presidente ejecutivo, Lloyd Blankein, que ha recibido u$s 42,9 millones el último año”.
Salvando las distancias, pero valiéndonos del paralelismo y de las lecciones de la historia, se impone reconocer que el sector financiero ha resultado privilegiado durante los años en los que se producía un auténtico genocidio productivo, con más de 20.000 empresas (netas) extintas en nuestro país.
Si la pandemia que puso al desnudo las debilidades del sistema es una ventana de oportunidad hacia un futuro diferente, en ese futuro el sector financiero debe contribuir a paliar los costos de la crisis y aportar a la reconstrucción de un sendero de desarrollo.
(*) Fernanda Vallejos es diputada nacional por el Frente de Todos y economista. Columna publicada en El Cronista.