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“¡Cuánta inoransia!”

Se sabe, y no es novedad, que Argentina viene siendo hace casi tres años un país con un alto nivel de conflictividad social. ¿Cómo pasamos de que hubiera dos millones de personas en la calle festejando pacíficamente el Bicentenario de la proclamada Nación a no poder llevar adelante una manifestación en disconformidad con las medidas de gobierno por la presencia de las fuerzas represivas del Estado o a que, simplemente, no pueda jugarse un partido de fútbol? Podría decirse “esa explicación, te la debo” pero algunos aspectos son tan elementales que cualquiera con un poco de sentido común puede llegar a desentrañar el silogismo correcto.

Cuando hace apenas un año y meses, el 20 de junio de 2017, se llevaba a cabo el lanzamiento de Unidad Ciudadana en el estadio de Arsenal, CFK dijo a quienes estaban allí presentes: “La gente tenía la vida organizada y eso es lo que vinieron a romper”.  Y eso es lo que efectivamente está sucediendo: la ruptura en la organización de la vida de la gente y, por lo tanto, la imposición de un altísimo nivel de conflictividad social que creíamos mitigado durante el gobierno de Cristina Kirchner.

Es de esperar, también, que un gobierno como el actual, que lleva a cabo medidas antipopulares con la ayuda de las fuerzas de (in) seguridad en las calles estructure su modo de gobernabilidad en torno al conflicto y las fuerzas de choque.  Este proceder genera, por un lado, el hecho de que semana tras semana, día tras día,  se produzcan incontables situaciones de violencia social y, por otro, un alto nivel de naturalización de esa violencia.

Esta semana que acaba de terminar, sin ir más lejos, y para nombrar los ejemplos que parecen estar más a mano, se pueden mencionar el asesinato por parte de la policía de dos militantes sociales de la CTEP (Rodolfo Orellana, en Ciudad Evita, y Marcos Soria, en Córdoba),  el cierre de la fábrica Siam en Avellaneda (que había reabierto sus puertas durante el gobierno de Cristina) y la aprobación del proyecto de la Unicaba en un contexto de represión a estudiantes y docentes movilizados frente a la Legislatura. Esto sólo por nombrar algunos de los hechos que no fueron cubiertos por los medios hegemónicos o, como en el caso de la Unicaba, debatidos a puertas cerradas sin la posibilidad de acceso a la prensa.

Dentro de este marco de innumerables conflictos, violencia de Estado y represión cabe mencionar, además,  un hecho que copó la pantalla en todos sus espectros: la suspensión del súper clásico por la copa Libertadores.

Con todo, los medios de comunicación que detentan mayor poder siguen jugando un rol decisivo a la hora de desinformar y decidir alevosamente qué hecho cubrir y qué hecho ocultar y callar. Y el fútbol, una vez más, sirvió para reforzar el blindaje mediático que hace posible cierta gobernabilidad. Porque durante el fin de semana no se habló de otra cosa más que del micro en el que viajaban los jugadores de Boca, se repitió una misma imagen una y mil veces y se invirtieron horas y horas de especulaciones sobre la futura fecha pero no se mencionó, en esos medios por lo menos,  nada con respecto a las desinteligencias en el operativo de seguridad o a las responsabilidades de cada uno de los funcionarios que responden a intereses diversos y que dejan al desnudo pudorosas internas y disputas de poder.

Por su parte, el proyecto de la Unicaba aprobado el jueves de esta semana destruye la existencia y el funcionamiento actual de 29 profesorados sostenidos, principalmente, por los docentes que lo conforman. Al parecer ( para muchos no es tan obvio) una cosa está relacionada con la otra: si hay legisladores que votan por un proyecto de ley que daña medularmente  la formación de los docentes, encargados de formar futuros ciudadanos y ciudadanas, es lógico que haya quienes tengan más a mano una piedra que un libro, una lapicera o una tiza.

Estamos bajo un gobierno que deja a todo un colectivo social frente a la boca del lobo: sin educación, sin protección, sin trabajo, sin justicia y con un alto nivel de desinformación, conflictividad y violencia. No nos sorprendamos, entonces, cuando, en un futuro próximo, no tan lejano, escuchemos a un maestro o profesor exclamar “¡Cuánta inoransia!”

 

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