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La política de la crueldad: el poder que goza del dolor

Columna de la Lic. Mariana Karaszewski . Psicóloga, astróloga y terapeuta holística. Militante de la empatía. IG: @soyastroypsico_

Mariana Karaszewski

La crueldad política no es un accidente; sino la estrategia más eficaz de un poder que quiere gobernar sin resistencia y ha borrado la empatía de su libreto. 

Hay decisiones que no son meros números en una planilla. Son bisturíes sin anestesia, cortes que no buscan sanar sino marcar. Cuando se recorta el presupuesto para los niños y las niñas, cuando se le niega un tratamiento a una persona enferma, o se deja sin cobertura a una persona con discapacidad, el mensaje es claro: tu dolor no importa. O peor aún: tu dolor nos sirve para gobernar. 

Y no se trata solo de recortes. La crueldad también se escribe en las calles: en la represión a jubilados que reclaman por pensiones dignas, en la policía golpeando a quienes protestan por el hambre, en los gases y balas de goma contra docentes o trabajadores de la salud. Se expresa cuando se eliminan programas alimentarios, cuando se cierran centros de atención, cuando se criminaliza la pobreza en lugar de combatirla. Cuando se estigmatiza a sectores enteros, como a los estatales. Cada una de estas acciones es un recordatorio de que, para este poder, la dignidad es un gasto prescindible. 

En estos meses, hemos visto cómo la crueldad dejó de ser un daño colateral para convertirse en un método. No son ajustes “inevitables”, son elecciones. Y toda elección revela un orden de prioridades. En este caso, los sectores vulnerables ocupan el último renglón en ese orden, el que se borra primero. 

La crueldad: anatomía de un acto 

La psicología lo sabe: el ser humano lleva en su interior dos fuerzas que coexisten y se enfrentan. Una, creadora, orientada a la vida, a la construcción de vínculos y sentido. Otra, destructiva, orientada a la disolución, a la anulación del otro. Freud las llamó pulsión de vida (Eros) y pulsión de muerte (Thanatos). Esta última puede pensarse como una energía sombría que, cuando no encuentra freno en la ética o la empatía, se dirige hacia afuera buscando un blanco. Y cuando ese blanco es un ser humano, emerge el sadismo: el placer oscuro de someter, de reducir, de borrar al otro no solo físicamente, sino en su dignidad, su identidad y su derecho a existir. 

En la vida cotidiana puede manifestarse de maneras veladas —una humillación pública, una burla, una exclusión deliberada—, pero en el plano político adquiere una escala mayor: leyes que despojan, decretos que marginan, discursos que legitiman el desprecio. La pulsión de muerte, canalizada por el poder, deja de ser un impulso individual para convertirse en política de Estado. Y ahí, el daño no es solo personal: es estructural, masivo y sostenido en el tiempo. 

Esta fuerza destructiva no siempre se impone de manera directa. En la psicología social sabemos que la crueldad puede instalarse de forma progresiva, cultivada en el terreno del discurso. Todo empieza con un relato que señala a un grupo como culpable de los males comunes —los que “viven de arriba”, los que “no producen”, los que “cuestan demasiado”, los “ñoquis”—. La repetición sistemática de estas etiquetas va erosionando la empatía colectiva. 

Lo que al principio generaba rechazo, poco a poco se normaliza. Y cuando el daño se vuelve paisaje, deja de verse como injusticia y pasa a percibirse como algo merecido o inevitable. 

La desensibilización es un mecanismo perverso pero eficaz: a fuerza de repetición, el dolor ajeno pierde intensidad emocional y se convierte en un dato más. Las imágenes de represión, los testimonios de hambre, las cifras de muertes evitables dejan de conmover. Y ahí es cuando el poder tiene vía libre: puede intensificar las medidas sin temor a una reacción masiva, porque la sociedad ya ha sido entrenada para mirar hacia otro lado. No se trata de un fenómeno exclusivo de regímenes autoritarios: cualquier sistema político que use el lenguaje como arma de desgaste emocional puede modelar así la percepción de la realidad. Una vez que el otro ha sido deshumanizado, cualquier forma de crueldad contra él se vuelve aceptable. 

En los manuales de psicopatología y clasificaciones como la de Kurt Schneider, este patrón se parece demasiado a la personalidad amoral: personas incapaces de sentir remordimiento, que actúan según su conveniencia sin que la ética o la ley representen un límite interno. Sujetos fríos, calculadores, capaces de mostrar encanto superficial cuando les conviene, pero cuyo objetivo último es instrumentalizar a los demás para beneficio propio. 

En la psiquiatría contemporánea, esta descripción se ubica muy cerca de lo que los manuales diagnósticos llaman trastorno antisocial de la personalidad, y que en su forma más extrema se asocia a la psicopatía: ausencia de empatía, desprecio por los derechos de los demás, manipulación instrumental y frialdad afectiva. Estas personas pueden desplegar un discurso convincente o un carisma superficial, pero carecen de un límite interno que frene la búsqueda de su propio beneficio, incluso a costa del sufrimiento ajeno. 

Desde la mirada psicoanalítica, ciertos modos de funcionamiento subjetivo no encajan ni en la neurosis ni en la psicosis, y se inscriben en una tercera estructura: la perversión. En este marco, el perverso no desconoce la ley ni queda fuera de ella, sino que la manipula, la tuerce y la utiliza en función de su propio goce. Trasladados al campo político, estos rasgos encuentran un escenario perfecto: un espacio donde el impacto de las decisiones se diluye en la impersonalidad de las estadísticas y donde la responsabilidad se fragmenta entre instituciones. Así, la crueldad deja de ser eventual para convertirse en método, y el daño se administra como si fuera una herramienta legítima del gobierno. 

La crueldad como herramienta de gobierno y el espejo que nos devuelve la historia 

La historia es cruel maestra: desde los cadalsos medievales hasta las políticas modernas de exclusión, el sufrimiento público siempre sirvió como advertencia: “mirá lo que pasa cuando no obedecés”… Hoy, la crueldad no necesita verdugos en la plaza: basta con un decreto, un recorte, una omisión calculada. 

Martin Seligman, padre de la psicología positiva, lo explica con el concepto de indefensión aprendida: cuando la gente se convence de que nada de lo que haga cambiará su destino, deja de resistir y el miedo y la desesperanza hacen el trabajo sucio. Y así, el poder consigue lo que quiere: una sociedad exhausta, fragmentada, que ya no cree en su propio derecho a exigir. 

El trato que damos a quienes no pueden defenderse es el espejo más honesto de nuestra moral. Si ese espejo hoy nos devuelve la imagen de niños abandonados, enfermos desatendidos, ancianos olvidados, la pregunta no es qué clase de gobierno tenemos, sino qué clase de sociedad estamos siendo. La empatía no es debilidad. La justicia social no es un lujo. Son la línea que separa la civilización de la barbarie. 

Si normalizamos la crueldad, si la dejamos sentarse en la mesa del poder sin incomodarla, llegará el día en que ya no quede nadie para defendernos a nosotros. Y entonces, la herida será de todos. Porque, al fin y al cabo, un país que tolera la crueldad contra los más débiles no solo pierde sus derechos: pierde su alma. 

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