OpiniónPolíticaPrincipalesRoberto Caballero

ALBERTO, EL PRESIDENTE QUE NO FUE Y SE FUE

El problema es que arrastró en su empeño autolesivo a un gobierno cuyo contrato electoral originario era otro.

La despedida de Alberto Fernández, con el Patio de las Palmeras de la Casa Rosada como última locación, duró 32 minutos y monedas. Por detrás de su figura caía con algo de pereza la luz del sol de las 11 de la mañana del viernes 8 de diciembre de 2023.

Así como nadie está obligado por ley a declarar en su contra, no debe esperarse en la hora final de su mandato que un presidente avance por el terreno incómodo de las autocríticas con honesta vocación.

En este caso, tampoco Fernández fue la excepción: la pandemia, la guerra y la sequía -siguiendo su línea argumental, basada en verdades a medias- no lo dejaron ser el presidente que hubiese querido ser, siempre según sus palabras.

Esos eventos inesperados existieron realmente. Tuvieron secuelas materiales y emocionales para toda la población. Pero que un gobierno peronista haya sido el puente a un gobierno de ultraderecha que encima llegó con el respaldo del voto mayoritario de la sociedad bajo promesa de ejecutar un ajuste salvaje es la definición más apabullante de un fracaso político, y de porte fenomenal.

Fracaso que no es de exclusiva paternidad del presidente saliente y su moderación extremista. Es verdad que un gobierno es obra de mucha genta y su derrota también es colectiva. Fernández es, apenas y nada menos, el principal responsable.

El que exigido por diversas circunstancias, no pudo, no supo o no quiso explorar soluciones que incomodaran a los factores reales de poder en la Argentina, salvo el Aporte Solidario de las Grandes Fortunas, una idea de Máximo Kirchner.

Estuvo dos años Alberto Fernández sin decidirse a otorgar una suma fija para los trabajadores porque las centrales empresarias, con el apoyo en privado y en público del núcleo rollizo de la CGT, mientras aumentaban los precios de los alimentos en el supermercado de manera constante, se negaban a recomponer el poder adquisitivo del salario de sus propios empleados. Fue la vacilación presidencial más larga del mundo. Para el Guinnes.

En otra categoría, la de velocidad para borrar con el codo lo que antes escribió con la mano, la expropiación que no fue de Vicentín, fue otro caso de insuperable marasmo.

Se puede conceder que una persona, aunque haya llegado a la categoría de jefe de Estado -trabajo excepcional si los hay- no siempre hace las cosas bien.

Se sabe que el único poder que habita en la Casa Rosada es el popular, efímero y perecedero, que se bate con otros de carácter permanente cuyo poder de fuego es inmenso y eso lleva a un gobernante al límite de sus competencias, y a veces lo deja en orsai, como a Fernández.

Negarlo es otra manera de ser un negacionista. Lo más grave no es que las cosas no salieron como él quería, entonces, sino las torpezas a cielo abierto que cometió queriendo.

Por ejemplo, el haber dinamitado la relación con Cristina Kirchner, su mentora, dueña además de los votos que lo ungieron presidente, fue un atentado contra sí mismo que pocos están en condiciones de perpetrar con tanta pericia, salvo los suicidas políticos exitosos.

El problema es que arrastró en su empeño autolesivo a un gobierno cuyo contrato electoral originario era otro. Superar la herencia macrista, recuperar la caída salarial, negociar con los acreedores desde la dignidad, poner en valor los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner que lo precedieron, castigar a los endeudadores seriales, hacer retroceder al lawfare y darle continuidad a una experiencia democrática alejada del neoliberalismo y sus recetas.

Pero no. Alberto Fernández gastó una energía innecesaria en pelearse con Cristina. Nadie lo votó para derrotar “al personalismo”, objetivo que se autoimpuso (según reconoció en el raid de notas que dio en su última semana de gestión) y acabó por deslegitimar la autoridad política de su propio gobierno, que era el gobierno de millones de personas que creyeron en él, cuando lo votaron para ser (y hacer de) presidente.

Además, sin convicción, más bien por resentimiento histórico, asumiendo la agenda de la derecha nacional que resume en la figura del cristinismo el estigma de todo lo que está mal y es pasible de ser agredido o perseguido.

Vamos, no hay nada más personalista que haberse asignado la posibilidad de violar en pandemia la cuarentena decretada sobre los otros que no podían despedir con un beso a sus familiares muertos por el Covid 19.

El escándalo del cumpleaños en Olivos dejó sin nafta moral al conjunto del gobierno del Frente de Todos. Fue un impúdico espectáculo de egoísmo a la vista. Eso es personalismo.

Lo de Cristina Kirchner se llama de otro modo. Es liderazgo. Uno que Alberto Fernández se propuso esmerilar en simultáneo con su propia experiencia en el Ejecutivo Nacional.

No se peleó con nadie seriamente en cuatro años: ni con el FMI, ni con la AEA, ni con la oposición, ni con los monopolios mediáticos, sólo se peleó con Cristina, y de un modo consecuente, hasta la tontería.

Con operaciones de prensa de la que participaron varios funcionarios, muchos de ellos ex kirchneristas ganados por un rencor inexplicable, que asimilaron el ajuste de cuentas que el presidente Fernández alentaba desde Balcarce 50 contra su vicepresidenta como parte de la gestión pública.

El “albertismo” nunca terminó de nacer. Se ahogó en el líquido amiótico de su improbable gestación. El anticristinismo -al final era sólo eso- jamás pasó de la etapa del resentimiento surgido con la eyección de Alberto Fernández como jefe de Gabinete, luego de la 125.

Asumir el cargo de presidente con una plaza colmada junto a Cristina, y despedirse con una plaza vacía y refugiado en un patio interno de la Rosada, leyendo un texto autoindulgente a cámara usando una cadena nacional de la que prescindió durante todo su mandato, a horas de que el pseudo-fascista Javier Gerardo Milei se calce la banda presidencial, son todas imágenes que podrían nutrir un corto cinematográfico que lleve por título: Alberto, el presidente que no fue.

Y se fue.

 PD: por lo menos dos hechos de la política exterior de Alberto Fernández fueron de lo mejor de un gobierno de mediocre a malo, castigado finalmente en las urnas. Evo Morales está vivo gracias a él y Lula volvió a ser presidente con su apoyo. Decir esto es hacer honor a la verdad. También lo es decir que contribuyó, desde el Estado nada menos, a construir la derrota del espacio político que lo llevó a la presidencia, que hoy quedó dividido en dos: los que intentan escapar del estigma de ser “kirchneristas” y aquellos sobre los que se intenta depositar la totalidad de la estigmatización: Cristina, Máximo y La Cámpora.

 

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