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El Salvador no es un modelo, pero es muy típico

El analista internacional, Eduardo J. Vior nos acerca una análisis respecto al relato construido al rededor del presidente de El Salvador, el cuál es señalado como ejemplo por adeptos al libre mercado y la mano dura.

Tras un año de estado de excepción Nayib Bukele es muy popular en su país, pero aún no se sabe si la costosa paz será duradera y si traerá beneficios económicos y sociales.

Pocos días después de cumplirse un año tras la implantación del estado de excepción en El Salvador un intercambio de puyas entre los presidentes de este país y de Colombia reavivó el debate continental sobre la política de combate a la criminalidad aplicada por el mandatario salvadoreño. Nuevamente se enfrentaron los partidarios de la “mano dura” con los del “garantismo”. Sin embargo, mirando más de cerca, aunque la política allí aplicada no es trasladable a otros países, el proceso salvadoreño es muy típico de la anomia y la falta de soberanía de los estados latinoamericanos.

El polémico régimen de excepción decretado por el gobierno de Nayib Bukele fue decretado el 26 de marzo de 2022 y renovado por el Congreso en once ocasiones. Las medidas pertinentes fueron adoptadas luego de una escalada de violencia que dejó solo ese día 62 personas asesinadas y en menos de una semana, un saldo de 87 víctimas mortales a manos de pandillas.

“Hace exactamente un año cerrábamos el día con 62 homicidios. Ese fue uno de los días más difíciles de mi vida y de este gobierno. Ahora, un año después, cerramos con 0 homicidios y marzo de 2023 se acerca a ser el mes más seguro de toda nuestra historia”, puso Bukele en Twitter para celebrar su política. Por su parte, el ministro de Justicia y Seguridad Pública Gustavo Villatoro ofreció un balance sobre la implementación del régimen de excepción.

De acuerdo al ministro, durante este primer año del estado excepcional las autoridades policiales y militares han logrado capturar a 66.417 personas calificadas por el gobierno como “terroristas” y “pandilleros”. En los procedimientos contra la actividad criminal las fuerzas de seguridad, según datos propios, han incautado 2.547 armas de fuego, 3.292 vehículos, 15.878 teléfonos celulares y tres millones de dólares en efectivo. Además, han desarticulado a las principales pandillas capturando a 10 de 15 cabecillas de la Mara Salvatrucha (MS-13) y detenido al “pilar nacional” de Barrio 18.

Villatoro detalló que la tasa actual de homicidios es de 3,6 por cada 100.000 habitantes, cuando el promedio en 2015 era de más de 106 personas asesinadas por cada 100.000. El ministro también se refirió a la megacárcel que recientemente abrió el gobierno en el interior del país, prevista para hasta 40.000 reclusos, que incluye celdas de castigo sin camas, ventanas o luz. A ese recinto, dijo el alto funcionario, ya han sido trasladados 4.000 presos que se mantienen bajo estrictas normas de seguridad. “El régimen de excepción es el Estado recuperando el territorio, es el Estado recuperando la tutela y vigilancia de nuestra población. Esto nos lleva a más de un 96 % de aprobación”, agregó Villatoro.

A pesar del autoelogio del presidente y sus funcionarios, organizaciones de derechos humanos advierten que durante el régimen de excepción las fuerzas de seguridad han cometido más de 4.500 abusos contra la población, entre detenciones arbitrarias, acoso, amenaza, violencia sexual, torturas y lesiones personales. A estas alturas, casi nadie duda de que las irregularidades y abusos están a la orden del día, ya que el estado de excepción ha restringido fuertemente los derechos de la ciudadanía, limitando las garantías judiciales y dando pie a la arbitrariedad de las fuerzas policiales en sus actuaciones y detenciones. El debate está, más bien, entre quienes piensan que esta excepcionalidad está justificada como la única forma de erradicar el crimen y salvar vidas y quienes creen que los derechos de la ciudadanía deben preservarse a toda costa.

Además, al igual que ya sucedía con gobiernos anteriores, cabe la duda de si la reducción de muertes se debe a la eficiencia de las fuerzas de seguridad o a pactos de Bukele con las pandillas, tal y como aseguran algunos medios locales.

Para entender el contexto, hay que recordar el origen y la historia de las maras. Las primeras pandillas se formaron en la década de 1980 en barrios populares de Los Ángeles, para proteger a los inmigrantes salvadoreños huidos de la guerra civil en su país (1980-92). Rápidamente se expandieron a otras ciudades de EE.UU., a México y a Canadá. Tras los acuerdos de paz en El Salvador tendieron una red entre ambos países que en México se alió con el Cartel de Sinaloa. Por su carácter extremadamente territorial se dividieron en varias bandas de las cuales las más importantes son la Mara Salvatrucha y Barrio 18. Se distinguen por sus tatuajes corporales y su lenguaje de señas. Debido a su permeabilidad social, son aprovechadas también por la DEA y el FBI para sus operaciones en distintos países. Estas relaciones espurias han hecho que su uso de la violencia se adapte a los ciclos de la política y economía norteamericana de la droga. Si bien desde 2015 sus acciones dentro de El Salvador vienen en progresivo descenso, de todos modos mantienen el control sobre amplias zonas del país y eventuales enfrentamientos entre las maras o acontecimientos externos en cualquier momento podrían reactivar olas de extrema violencia, como sucedió en 2019 y 2022. Por ello es que Nayib Bukele combina en su relación con ellas el diálogo y la represión violenta.

Bukele defiende a capa y espada tanto el régimen de excepción como su llamada “guerra contra las pandillas”. Su postura lo ha llevado a confrontarse con organizaciones de derechos humanos y con otros gobernantes latinoamericanos y lo mantiene en tensión con buena parte de la prensa internacional, que describe como “dantescas” las fotografías y videos de presos amontonados en un mismo lugar, que el propio mandatario salvadoreño publica en sus redes sociales.

Además, el joven jefe de Estado (43 años) ha sido señalado como autoritario y criticado por gobiernos de distintos perfiles y por la OEA. El régimen de excepción prende las alarmas de la izquierda y de organizaciones de derechos humanos que advierten sobre el peligro que puede generar una política estatal de represión desmedida y falta de garantías constitucionales. Por el contrario, la política de Bukele agrada a las derechas regionales, que ven en esa medida una postura radical que puede ganar adeptos y ser utilizada con fines electorales.

El gobierno salvadoreño se abstiene de hablar de problemas que no sean de seguridad. En la actualidad El Salvador lucha aún por recuperarse del impacto de la pandemia de Covid 19. Así, la caída del PIB del 8,2% en 2020 fue compensada por un repunte del 10,3% en el año 2021 y del 2,6% en el 2022. En 2023 se prevé que el crecimiento anual no llegue al 2%, una tasa a todas luces insuficiente para lograr un genuino despegue de la economía.

Paralelamente, algunos expertos, publicaciones y encuestas revelan retrocesos en indicadores sociales. Por ejemplo, en los años 2019-2022 los hogares en condición de pobreza aumentaron de 22,8% a 26,6, alza que básicamente se refiere a la pobreza extrema o absoluta con carencia de alimentos, que pasó del 4,5 al 8,6 por ciento de la población (alrededor de 275 mil personas). La pobreza aumentó casi 5 puntos porcentuales entre 2019 y 2020, pero en 2021 volvió a situarse por debajo de la cifra anterior a la pandemia. La pobreza extrema, sin embargo, sigue siendo superior a las cifras anteriores a la pandemia. Al mismo tiempo, la desigualdad aumentó de 0,38 a 0,39 durante el periodo pandémico.

Medios locales señalan que la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples reveló un aumento de la pobreza monetaria extrema en 2022, pero el informe preliminar publicado por la Oficina Nacional de Estadísticas y Censos todavía no muestra cuántas personas vivieron en estas condiciones durante el año pasado. El documento plantea que los ingresos promedios de los hogares aumentaron, pero no fueron suficientes para compensar el encarecimiento del costo de la vida debido a las presiones inflacionarias, que afectaron principalmente el precio de los alimentos. Si bien el aumento de la desigualdad es un resultado comprobado de la pandemia en todo el mundo, en El Salvador es el germen de donde puede renacer la violencia y todavía no ha sido encarado. Éste es el talón de Aquiles de la gestión del mediático presidente.

El régimen de Bukele no es un modelo, pero es sintomático de la crisis que vive América Latina. Al verse obligado a replegarse sobre su “patio trasero” por su posición desventajosa en la guerra mundial contra el bloque euroasiático, Estados Unidos ha intensificado su presión para controlar el continente y apropiarse de sus recursos. Como parte de esta estrategia defensiva, está agudizando la presión sobre los países productores y de tránsito del narcotráfico, para mantener el control sobre la economía de la droga, una fuente de capitalización financiera de la que la economía norteamericana no puede prescindir. Con este objetivo, impulsa cada tanto operaciones conjuntas con las bandas de narcotraficantes que, a su vez, inciden sobre los escenarios nacionales debilitando el control de los estados sobre los territorios y las poblaciones. La autoridad política pierde efectividad y, con ella, reconocimiento. Las sociedades se sienten desamparadas y caen en la anomia, el mejor caldo de cultivo para cualquier tipo de conducta criminal.

Esta interrelación entre la estrategia continental del Imperio y las vicisitudes nacionales complica el análisis del proceso salvadoreño. Ciertamente, como empresario de la publicidad, Nayib Bukele hace un uso extendido y permanente de la propaganda y las maniobras comunicacionales, pero no todo es publicidad. Con métodos harto cuestionables ha conseguido una sensible pacificación que la población aprecia, pero, para poder hablar de una mejora real de las condiciones de vida, la reducción de la violencia debe estar acompañada por la superación del hambre, la creación de puestos de trabajo dignos, el desarrollo de los sistemas de salud y educación, la construcción de viviendas y el desarrollo de servicios públicos asequibles y de buena calidad. Bukele todavía no se presentó a este examen, Su política de combate contra las pandillas por ahora sólo es un síntoma del malestar en la cultura latinoamericana, pero la enfermedad sigue sin ser atacada.

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