En el cementerio de imperios enterraron a otro más
Después de Alejandro Magno, los británicos y los soviéticos, Afganistán acaba de derrotar también al Imperio norteamericano en un giro histórico de amplias repercusiones internacionales.
Por Eduardo J. Vior
Después de un glorioso Desfile de la Victoria en Moscú el pasado 9 de mayo y de una combativa celebración del primer centenario del Partido Comunista de China en Beijing el pasado 1º de julio, este 4 de julio fue un triste Independence Day en Washington. Es que la retirada de la base militar de Bagram, 60 km al norte de Kabul, condensó en una imagen la derrota de los Estados Unidos después de 20 años de invasión en Afganistán. En la madrugada del 2 de julio y sin avisar al comandante afgano que debía asumir el mando de la instalación, las últimas fuerzas norteamericanas cortaron la electricidad y se escabulleron en la oscuridad.
La superpotencia imperial perdió la guerra más larga de su historia y no lo quiere reconocer, pero difícilmente pueda evitar que su derrota acarree una cadena de sinsabores en el sur de Asia.
“Afganistán les desea buen viaje”
Más de 1.000 soldados afganos huyeron este martes a la vecina Tayikistán ante el avance de los talibanes. Las tropas se retiraron por la frontera para «salvar sus propias vidas», según un comunicado de la guardia fronteriza de Tayikistán.
La violencia ha aumentado en Afganistán y en las últimas semanas los milicianos islámicos han conquistado importantes posiciones, especialmente en el norte del país, coincidiendo con la retirada de las fuerzas norteamericanas y sus aliados de la OTAN tras 20 años de ocupación. La gran mayoría de las fuerzas extranjeras ya se han ido antes de la fecha límite de septiembre y se estima que el Ejército Nacional afgano entrenado por los occidentales se desintegrará en pocas semanas.
En virtud de un acuerdo con los talibanes firmado en febrero de 2020, los occidentales debían retirarse hasta principios de mayo pasado, a cambio de que los guerrilleros dejaran de atacar a las fuerzas gubernamentales y siguieran combatiendo a las células del Estado Islámico que operan en el país. Luego los aliados postergaron su salida hasta septiembre próximo, pero en las últimas semanas la están apresurando.
Por su parte, los talibanes cesaron de enfrentar al ejército, pero su solo avance provoca la desbandada de las tropas gubernamentales y la caída de cada vez mayores territorios en manos de la guerrilla y a más velocidad. Tanta que los propios rebeldes están preocupados por no caer en una provocación que justifique la permanencia de la OTAN en el país. Desde mediados de abril, cuando el presidente estadounidense Joe Biden anunció el fin de la «guerra eterna» de Afganistán, los talibanes se han expandido por todo el país, especialmente en la mitad norte, un bastión tradicional de los señores de la guerra aliados de Estados Unidos que ayudaron a derrotarlos en 2001.
El mes pasado, el movimiento religioso tomó Imam Sahib, una ciudad de la provincia de Kunduz, en la frontera con Uzbekistán, y se hizo con el control de una ruta comercial clave.
Avance de los talibanes hacia Kunduz, en el noroeste del país
En las últimas semanas han conquistado asimismo grandes áreas en las provincias de Badajshan y Tajar, en las fronteras con Tayikistán y China y ahora gobiernan aproximadamente un tercio de los 421 distritos y capitales del país. Al posicionarse en la frontera noreste, extendieron su dominio sobre una vasta diagonal que va desde Paquistán, en el suroeste, hasta Tayikistán y les abre importantes comunicaciones con los países vecinos. Este corredor sólo está interrumpido por algunas carreteras troncales que atraviesan el país de este a oeste y todavía están en manos del Ejército.
Fuente: BBC
El presidente afgano, Ashraf Ghani, insiste en que las fuerzas de seguridad del país son plenamente capaces de mantener a raya a los insurgentes, pero ante la perspectiva de un pronto derrumbe, los países vecinos se están preparando para una posible afluencia de refugiados.
Para tratar de contener el desastre, a fin de junio el gobierno de Kabul ha vuelto a convocar a las milicias que habían sido desmovilizadas en la década de 1990. Se trata de bandas al servicio de señores de la guerra locales, mayormente pertenecientes a las etnias del norte, especializados más en saquear y masacrar a civiles que en combatir a la milicia islámica. Hace treinta años ocuparon el país después de la retirada de los soviéticos y se enfrascaron en interminables guerras civiles, hasta que el triunfo de los talibanes acabó con ellas en 1996. Ahora su renovada movilización preanuncia el renacer de las luchas facciosas.
Después de 17 años de guerra en 2018 los talibanes entablaron en Doha (Catar) negociaciones directas con EE.UU. (quienes obviaron a sus aliados afganos) y en febrero de 2020 acordaron la retirada de los occidentales en el plazo de 14 meses. Después de asumir el gobierno en enero pasado, el presidente Joe Biden ratificó la retirada estadounidense, pero retrasó por cuatro meses la salida de las tropas y, como se confirmó hace dos semanas por el hallazgo “casual” en una parada de ómnibus en el sureste de Inglaterra de una carpeta con documentación secreta de la Defensa británica, Washington está combinando con Londres la permanencia en Afganistán de fuerzas especiales que le permitan mantener el control sobre el camino del opio, el principal recurso exportable del país, que durante dos décadas ha financiado generosamente a los servicios de inteligencia británicos y norteamericanos.
Desesperados por evitar la derrota, los servicios norteamericanos han pergeñado una estrategia para irse y quedarse al mismo tiempo. Según propuestas que se discuten en el Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por su nombre en inglés) y fueron publicadas en US Today el lunes 5, “se necesitan nuevas formas de mantener a varios miles de contratistas occidentales en Afganistán o cerca de él, para que estos expertos técnicos puedan ayudar a mantener los helicópteros y aviones cruciales para trasladar las pequeñas pero excelentes fuerzas especiales de Afganistán”.
Más adelante concede que “algunas zonas remotas del sur y el este del país, especialmente en los cinturones tribales pashtunes más afines a los talibanes, deberían ser cedidas al adversario”. Y, prosigue, “una vez que las tropas terrestres de la OTAN se hayan retirado, la potencia aérea de la OTAN con base en la región podría utilizarse para ayudar a las incipientes fuerzas aéreas afganas a apoyar a sus tropas sobre el terreno, cuando se encuentren bajo un ataque concertado”.
Para graficar que la retirada es sólo superficial, continúa, “algunas zonas que queden bajo control de los talibanes deberían ser contraatacadas en algún momento, siempre y cuando los líderes talibanes presenten objetivos atractivos para las fuerzas afganas”. Problemáticamente, reincide en el recurso a los señores de la guerra: “las más adecuadas de las muchas milicias de Afganistán deberían ser puestas en nómina por el gobierno e integradas en un plan general de campaña. Los pagos deberían estar supeditados a cierta medida de contención y respeto [sic] por las vidas inocentes por parte de estos grupos”. Del mismo modo sostiene que “debe desarrollarse una estrategia de protección de las zonas clave de Kabul con detalles tácticos. Puede que no sea posible mantener toda la capital”.
Y finaliza reconociendo que “deben prepararse grandes campamentos para aquellos afganos que se conviertan en desplazados internos debido a los combates en sus regiones de origen o a la brutalidad del dominio talibán que puede resultar en algunas zonas”.
La propuesta estratégica brevemente reseñada muestra que Washington de ningún modo piensa retirarse de Afganistán, sino que retiran a las tropas regulares, pero continúan devastando ese sufrido país.
Su concepto busca azuzar la guerra civil, perpetuar los odios interétnicos e interconfesionales e impedir la reconstrucción de la maltratada nación centroasiática. Para EE.UU. y el Reino Unido es esencial impedir la consolidación de un Estado nacional afgano que, por tradición y lógica geopolítica y geoeconómica, se alinearía con los demás países de Asia Central enlazados a China, Rusia y Europa continental por la Nueva Ruta de la Seda.
Si las potencias anglosajonas perdieran el control de este Estado-nexo entre el centro y el sur de Asia, entre el este y el oeste, es muy difícil que consigan bases en otros países de Asia Central. Por lo tanto, deberían retirarse a países costeros del Océano Índico. Sin embargo, es previsible que un Estado afgano reunificado agudicen las corrientes centrífugas que fragmentan a Paquistán. Si India no quiere quedar fuera del mapa asiático, la última línea de defensa anglosajona en Asia del Sur puede terminar pasando por el mar.
Estados Unidos puede retrasar por meses y años la pacificación de Afganistán, pero la inmensa derrota que ha sufrido es inocultable. Cada uno de los tres imperios que antes se estrellaron con la resistencia de esta sufrida nación terminaron fracturándose, incapaces de resistir las tensiones étnicas y culturales desatadas por sus fracasos. El Imperio Americano debería aceptar su derrota, retirarse de Surasia y buscar un modo pacífico de convivencia con esas culturas milenarias, pero no parece dispuesto a aprender. Tanto peor y más largo será su sufrimiento y el que provocará a las víctimas de su agresión.