Casa de Genocidios en Gral. Pacheco
Las historias espeluznantes de la dictadura en Argentina, no dejan de sorprendernos con los relatos del horror que aportan los sobrevivientes de este genocidio que mancha con sangre la historia del Pueblo.Es lo que expone una investigación periodística de Fernando Tebele y María Eugenia Otero, quienes se trasladaron junto Carlos Lordkipanidse, Blanca García de Firpo y Liliana Pellegrino detenidos, desaparecidos que aseguran sobre la casa de Lugones 3649 era la última de las quintas del circuito de sucursales de la ESMA que faltaba ubicar.-
Este trabajo del hallazgo fue realizado por la investigadora Marisa González y constatado por el escribano de la memoria, Víctor Basterra.
Febrero de 1980 -Día de campo
El sol ardía con toda su fuerza. Era pleno verano y el calor no sorprendía, agobiaba. Escaparse a un lugar abierto, con verde y pileta, era seguramente un gran plan. Pero algunas personas, en esa época de aquella Argentina oscura, lo último que podían hacer era escapar, aunque pensaran todo el tiempo en eso. El auto conducido por Ricardo Miguel Sérpico Cavallo, uno de los genocidas más temerarios de la ESMA, tenía un acompañante obligado: era El Sueco, Carlos Lordkipanidse, que todavía estaba secuestrado en la ESMA. No existía el GPS, por lo que El Sueco le indicó cómo llegar a la casa de su madre, en La Rioja e Hipólito Irigoyen, en el barrio porteño de Once. Estaban yendo a buscar a su esposa, Liliana Pellegrino, y a sus dos hijos en común: María Victoria, de casi 3 años, y Rodolfo, que apenas había cumplido un año y que había estado secuestrado en la ESMA junto a su padre. Ella sabía que irían a buscarles, porque ya había recibido un llamado teléfonico para avisarle que se preparara: el plan era ir a una quinta a pasar el día. Pellegrino había estado secuestrada dentro de la ESMA entre noviembre de 1978 y finales de abril del ‘79. Para los genocidas estaba libre, pero vigilada. Podría decirse, con mayor precisión, que su condición era de secuestrada a cielo abierto: la vigilaban todo el tiempo, y sabía que con Carlos secuestrado, cualquier desmarque que intentara lo pagaría él.
Cerca de las 10 de la mañana sonó el timbre. Ya sabía quiénes eran, así que salió con su niño y su niña, y subió al vehículo. Hacía meses que no veía a su compañero Carlos. Se alegró por eso. Cuando recibía algún indicio de que aún estaba vivo, tal vez algún llamado telefónico, veía un brote de esperanza que no terminaba nunca de florecer, pero que asomaba como posible: algún día, tal vez, la pesadilla podría terminarse. Luego de una hora y media de camino, llegaron a la casaquinta. Alrededor era todo campo. Apenas ingresó el auto en la propiedad, ambos terminaron de saber que cada detalle de ese día lo debían guardar en su memoria, aunque todavía no entendieran bien por qué.
Junio de 2019 – El tanque de forma rara
Es sábado a la mañana. La intensidad de la lluvia amaga con hacer imposible el reconocimiento. Es el peor día del mundo para ir a una zona de quintas. El frío es intenso, pero la ansiedad nos abriga. Hace unos días, El Sueco nos convocó a una reunión. Como toda persona que vivió los setenta, tiene cuidado y hasta cierta paranoia totalmente justificada: hay cuestiones que no se abordan por teléfono y mucho menos utilizando el Whatsapp. “Es importante. Venite a casa”. Estaban con él algunos de los integrantes del Encuentro Militante Cachito Fukman, que se creó este año con el nombre del sobreviviente de la ESMA, que murió hace tres años. Cachito y El Sueco se consideraban hermanos. Todos en esa reunión deseábamos que estuviera allí.
Era fácil adivinar por dónde podía venir la cosa. No hacía tanto que los y las sobrevivientes, colocados en el rol que debería tener la justicia de averiguar qué pasó en cada instante de la dictadura, hallaron la tercera de las casaquintas que funcionaban como sucursales de la ESMA. La primera se ubicó entrada la democracia, quedaba en Thames y Panamericana; hoy está demolida. La segunda fue la Isla El Silencio, la propiedad de la Iglesia Católica que se halló exactamente en los primeros años del nuevo siglo. La tercera fue encontrada en octubre de 2018, en Don Torcuato. Queda una cuarta, quizá la última, y El Sueco está por anunciarnos que creen haberla encontrado. Hay algunos indicios que surgen de los testimonios y contribuyen de manera esencial a la búsqueda. Los aportó, cuando no, Víctor Basterra. En sus diversas declaraciones, tanto en el Juicio a las Juntas como en los cuatro tramos de la megacausa ESMA, Víctor sostuvo que “una de las quintas a la que nos llevaron era en la zona de Pacheco. Lo recuerdo porque quedaba cerca de la planta de la Ford. El colectivo 60 pasaba por la puerta”.
Vamos en dos autos. En uno van tres sobrevivientes: Lordkipanidse, Blanca García de Firpo y Carlos Loza. El Sueco y La Bety Firpo estuvieron en la quinta de Pacheco; Loza no, pero cuenta con una virtud que los demás carecen: tiene una copia de la causa judicial ESMA en su cabeza. En el otro auto viajamos dos integrantes de La Retaguardia junto a Marisa González, quien aportó el primer indicio de que pudiéramos estar yendo al lugar indicado. González es argentina, pero vive en España desde sus 15 años, en 1975: “Cuando mis padres, niños de la Guerra Civil Española, vieron que la violencia parapolicial se nos acercaba, decidieron volver a Asturias. Fue muy traumático para mí. Cuando volví a la Argentina en 1989, me encontré con que muchos amigos ya no estaban. Me costó mucha energía sobreponerme a eso. Decidí a partir de ahí colaborar desde mi lugar de escritora, con estas micro-investigaciones”. Marisa ya aportó su sagacidad para buscar agujas en pajares, porque fue la persona que precisó dónde quedaba la Isla El Silencio, seguramente ayudada por su fascinación por el Delta, del que es vecina. Desde allí quedó en contacto y con la confianza plena de uno de los grupos de sobrevivientes de la ESMA conformado por Enrique Fukman, El Sueco, Carlos Loza y Osvaldo Barros, entre otros.
González cuenta que, cuando se dio el hallazgo de la quinta de Don Torcuato, en 2018, El Sueco le dijo por lo bajo: “ahora tenemos que encontrar la de Pacheco”. A partir de allí, la escritora, que vive entre España y Argentina, comenzó su búsqueda utilizando el Google Earth. Pero la zona sufrió tal desarrollo inmobiliario, que falló en los primeros intentos. No había tantos datos. Sólo la referencia de la planta de la Ford y que la pileta era irregular. “Preguntando, fui concluyendo en que la pileta irregular tenía una forma arriñonada. Ahí busqué la declaración de Basterra en el Juicio a las Juntas, que por haber sido más cercana a los hechos, creí que podría ser más precisa. Y, efectivamente, Basterra no dice ‘cerca de la Ford’, sino que quedaba ‘detrás de la planta de la Ford’. Recordé que (Emilio) Massera había pasado su prisión domiciliaria por ahí. Y encontré la casa de Massera”. Siguió buscando su aguja en el barrio del jefe de la Armada, y sumó un dato que le dio Lordkipanidse: el techo era gris, no recordaba si de tejas de cemento o de chapa. A esa altura la búsqueda se había reducido a nueve casas “que tenían alguna de esas características. Le mandé al Sueco las fotos que pude reunir y él señaló una: ‘esta puede ser’, le dijo. Entonces González concentró su mirada en la casa de Lugones 3649, en el barrio Ricardo Rojas de General Pacheco, en el Partido de Tigre. Se encontró con una sorpresa que contribuiría mucho a despejar las dudas. La casa estaba a la venta y la inmobiliaria Di Camillo tenía publicadas fotos del interior. Con esas fotografías, las dudas se fueron diluyendo. Pero quienes han sobrevivido no se conforman con “creer que puede ser”. No les da igual decir que es si en realidad podría no ser. Por eso estamos yendo a verla.
No nos cuesta mucho hallar la dirección exacta. Aunque esta vez sí es imprescindible el GPS. Según los testigos, el lugar está irreconocible, no por la casa, de lo poco que permanece con pocas alteraciones, sino por la construcción de un barrio donde antes había sólo campo. Nos apostamos frente a la reja de la entrada. Mientras Natalia Bernades toma fotografías cuidando que el aguacero no dañe su equipo fotográfico, La Bety y El Sueco dialogan. Coinciden en que la casa que está más cerca de esa entrada no existía en aquella época. Es un quincho, sabríamos después, pero eso les genera confusión. Reconocen la pileta y la casa principal, que está a su lado pero no en paralelo con la piscina. Necesitan más. Buscan algún dato inconfundible. Los perdemos de vista. Ambos, junto a Carlos Loza, van caminando por Lugones hacia la ruta. De repente escuchamos un grito efusivo, casi de gol. Mientras corremos hacia ellos, Carlos Lordkipanidse está saltando como un niño. Señala hacia adentro de la casa:
-¡Ahí está, ahí está! -grita emocionado.
-¿Qué viste, qué reconociste? -le preguntamos casi a coro.
-¡Es la casa, es la casa! -dice El Sueco, rojo de emoción, sin poder respondernos todavía.
-¿Pero qué viste? -insistimos.
-El tanque de agua -sigue gritando.
Han pasado casi 40 años. Es imposible pensar en que no se realice ninguna modificación en una casa. Sobre todo en barrios con tanto crecimiento demográfico. Por eso, cada detalle distintivo que permanezca inalterable colabora con la certificación. El Sueco ya lo había anticipado: el tanque de agua no era uno de esos cilindros comunes que asoman en los techos, una característica muy argentina por cierto. El que buscamos tiene una suerte de forma de cono truncado. Para observarlo hay que ir por uno de los laterales de la casa. Lordkipanidse apoya sus manos en los muslos intentando recuperar el aire. No le importa la lluvia, ni el barro. No le importa nada más. La conmoción le durará horas.
Alguien nos debe haber observado, porque apenas termine el fin de semana, la casa ya no estará más a la venta.
A la casa de Once habían llegado dos autos. En el segundo estaba Alejandro Firpo, otro de los secuestrados de la ESMA. Fueron a buscar a Blanca García de Firpo y al hijo de ambos, que tenía 3 años. Blanca, a quien los y las sobrevivientes le siguen diciendo La Bety, había estado también secuestrada en la ESMA. Se la recuerda por un acto heroico, una pequeña demostración de la resistencia casi instintiva que algunas personas pueden llegar a tener aun en el contexto más horroroso. En agosto de 1979, cuando Víctor Basterra recién había llegado a la ESMA secuestrado, lo torturaron ferozmente. Tuvo un par de episodios cardíacos como consecuencia de la brutalidad genocida. Fernando Giba Peyón, uno de los genocidas, alterado porque Basterra no entregaba la información que querían, salió de La Huevera -la habitación del sótano de la ESMA tapizada con cartones de maples de huevos para que no se oyeran los gritos-, y fue a la habitación de al lado a buscar a María Eva, la beba de Basterra que también había sido secuestrada en el operativo de Valentín Alsina.
-Dame a la nena -dijo Peyón, enérgico.
La Bety no respondió con palabras, sino con un gesto corporal. Tomó a la nena en sus brazos, la apretó bien fuerte, y giró su cadera de modo de alejarla de la vista de Peyón. El genocida se sintió intimidado, desistió, y regresó a la habitación para seguir torturando a Basterra. La Bety había evitado que colocaran a la bebé sobre el pecho del secuestrado para torturar a ambos con la picana eléctrica.
En febrero de 1980, Bety estaba en la misma condición que Pellegrino. Secuestrada a cielo abierto. Fuera de la ESMA pero vigilada.
Cuando se bajaron de los vehículos, el panorama era difícil de describir. Había prisioneros, reconocibles por su aspecto, mezclados con genocidas, atildados militares en plan de esparcimiento. Al acercarse a la pileta, Lordkipanidse y Pellegrino encontraron a dos personas sentadas, con sus espaldas apoyadas en un árbol. “Ellos son El Pata y La Gringa”, se los presentó Lordkipanidse a su compañera. Pellegrino notó que la miraban con cierta desconfianza, quizá porque no la habían visto en la ESMA. Se sentó junto a su niña y su niño en el mismo árbol frondoso. El silencio no oponía resistencia ante el canto de los pájaros.
-¿Qué te parece todo esto, qué creés que va a pasar? -soltó El Pata Jorge Alberto Pared.
-No sé. Pero no confío nada en ellos. Tienen la decisión de hacer lo que quieran con nosotros -respondió Pellegrino.
En ese instante, el Gordo Tomás, Rodolfo Oscar Cionchi, se acercó a una vaca que había ingresado al predio y la fue corriendo al grito de “Vamos Monta”. Llevaba un arma en su mano, una sonrisa en su rostro y sus ojos vigilantes posados en el grupo del árbol. Pellegrino y El Pata se miraron. Nunca más volvieron a hablar.
Diciembre de 2019 – El árbol
Liliana Pellegrino y Carlos Lordkipanidse se separaron en 1989. Toda la etapa de la reconstrucción acerca de lo que vivieron en la ESMA la hicieron, desde entonces, por separado, sin diálogo alguno, sólo a través de sus tres hijos/as. “Somos la prueba de que nuestros testimonios son verdaderos y nada preparados, porque no nos hablamos y recordamos y declaramos las mismas cosas”, dice Liliana, con una sonrisa leve, algo triste, en el camino hacia la casa de Pacheco. El calor agobiante se parece al de aquel febrero atormentador. Pellegrino vive en Suecia. De paso por Buenos Aires, no quiere dejar de visitar la casa señalada para aportar su confirmación acerca de si es aquella o no. Todavía está conmovida por algo que le sucedió en los días previos. Enterada de que Basterra declaraba en el juicio por la represión a la Contraofensiva de Montoneros, se acercó a los tribunales de San Martín. Allí volvió a escuchar dos apodos que tenía casi olvidados. El Pata y La Gringa. Escuchó sus apellidos por primera vez: Pared y Ponti. Lo que Basterra relató es que los vio en la ESMA, como parte de un pequeño grupo de participantes de la Contraofensiva, que en su abrumadora mayoría fueron secuestrados y desaparecidos por el Batallón de Inteligencia 601 desde Campo de Mayo. Pellegrino salió del tribunal con esos apellidos retumbando en su cabeza. Buscó más información en internet y vio las fotos. Los reconoció al instante: Pared y Ponti eran la pareja apoyada sobre el árbol. El Pata y La Gringa, que permanecen desaparecidos. Nos cuenta Liliana que le generó mucho impacto recordar esa historia.
Al llegar al lugar, vemos inesperados movimientos de gente en la casa, cargando elementos en el baúl de un vehículo. Pasamos caminando, sin detenernos. Volvemos con una idea: acercarnos a la reja para entablar un diálogo distractivo con el muchacho para que Liliana, mientras tanto, pudiera observar mejor a través de la puerta de entrada.
-Disculpe maestro, ¿la casa está a la venta? -le decimos, intentando no levantar sospechas.
-Sí… creo que sí -responde dubitativo el hombre tras las rejas. Liliana aprovecha y observa.
-Esa construcción parece más nueva que la de atrás, ¿no? -insistimos en el diálogo. Imposible que el hombre no se pregunte qué está pasando.
-La verdad, yo estoy trabajando en un arreglo. Llame a la inmobiliaria -intenta terminar la charla al otro lado de la reja.
-Es esta, es esta -interrumpe sin poder disimular su entusiasmo Liliana, mientras se agarra de las rejas con ambas manos. Retoma rápido, un poco más tranquila- ¡Mirá que lindo árbol! -suelta una de sus manos y nos señala cerca de la pileta. No lo dice, pero está viendo la imagen de El Pata y La Gringa apoyados contra ese mismo árbol frondoso, 39 años antes.
Nos alejamos hacia nuestro auto. La conmoción es indisimulable. “Se siente en el cuerpo algo que no puedo definir”, dice antes de emprender el regreso.
Los y las secuestradas no sabían cómo reaccionar. No era la primera vez que los sacaban de la ESMA. No hacía tanto que habían pasado por la Isla El Silencio, adonde fueron llevados para esconderlos de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), apenas cinco meses atrás, en septiembre de 1979. Estaban al borde de la pileta. Los niños y las niñas correteaban. Uno de ellos cayó al agua. Era el hijo de Lucía Deon, una de las secuestradas. El Sueco lo vio y saltó detrás para rescartarlo. Lo sacó de la pileta. Todavía con el sobresalto de la situación, Carlos y Liliana se dirigieron hacia la casa para cambiar las ropas de sus niños. Apenas trasparon la puerta, Pellegrino casi se desmaya. La casa estaba ambientada con los muebles del hogar que ambos compartían y del que habían sido secuestrados. “Era fácil reconocerlos. Yo pintaba y me había quedado una pintura naranja, así que con ese color tan extraño y feo -sonríe cómplice- había pintado la heladera y la cama-cuna de mi hija”, recuerda hoy El Sueco.
Liliana todavía no sale del cimbronazo que le ocasiona haber reconocido el lugar. Agrega una precisión acerca de la sorpresa por el reencuentro con los muebles naranja: “Era un domingo. Porque además de los muebles naranja estaba encendido nuestro televisor Phillips blanco y negro, de madera. Y estaban viendo una carrera de autos, por lo que estoy segura de que era domingo”. También, en el viaje de vuelta de este fin de año de 2019, recuerda el regreso a la casa de su suegra en aquel febrero de 1980. Manejaba Cavallo. “Estoy casi segura de que era un Falcon. La música que puso fue Las Valkirias, de Wagner. Nos preguntó si nos gustaba la música clásica. Le critiqué la suciedad del auto”, rememora. El polvo en demasía produjo al instante una hinchazón en los ojos del pequeño Rodolfo, que es alérgico.
-Para traer niños encima podría haberlo limpiado un poco -se animó Liliana.
-Tiene razón. Disculpe señora -le dijo el secuestrador Cavallo.
“Todo un caballero de mar”, sonríe irónicamente Pellegrino mientras recuerda el cruce.
De junio a diciembre de 2019 – El escribano de la memoria
Entre los genocidas que fueron vistos por los y las sobrevivientes consultados por La Retaguardia, podemos citar a Ricardo Miguel Cavallo, Adolfo Donda Tigel, Fernando Peyón, Chino o Pantano Sosa, Julio Tortuga Fernández “y varios verdes enfierrados”, según apuntó Lordkipanidse en alusión a los infantes de marina que los custodiaban.
Además de El Sueco, Liliana y La Bety, fueron llevados a esa casa: Alejandro Firpo; Lucía Deon y su pequeño hijo; Daniel Oviedo; María Victoria y Rodolfo, los niños del matrimonio Lordkipanidse-Pellegrino, Carlos Quique Muñoz, Víctor Basterra, entre otras personas que sobrevivieron. De los diferentes tramos de la causa judicial, se desprende que otros sobrevivientes podrían haber estado, pero no han podido aún identificar la casa. En una declaración durante el juicio más importante de la historia argentina, ESMA III (también conocido como ESMA Unificada, que contó con la implacable tarea investigativa de la fiscal Mercedes Soiza Reilly junto a Guillermo Friele), el sobreviviente Mario Villani agregó a la lista a Nora Irene Wolfson: “Ella ayudó a Tomy, al médico Capdevila, en un parto, y después estuvo con la niña que salió de este parto, y creo que con los hermanitos, en Pacheco, después de eso no sé cuál fue su destino”. Se refería a otra pareja de la Contraofensiva: Orlando Ruiz y Silvia Dameri, que fueron secuestrados con su hijo, Marcelo, y su hija, María de las Victorias, ambos apropiados después de la desaparición de su padre y madre, y recuperados por la acción de Abuelas de Plaza de Mayo. Como contó Villani, Dameri dio a luz a una niña, Laura, en la maternidad clandestina de la ESMA. Fue apropiada por Juan Antonio Azic, genocida de ese lugar, también apropiador de Victoria Donda. Laura conoce su verdadera identidad, pero continúa viviendo con la familia apropiadora. Lordkipanidse vio luego una foto de Ruiz y Dameri, que asegura fue registrada en la misma quinta.
Entre las personas desaparecidas que fueron vistas con vida en la quinta de Pacheco, aquel día de febrero de 1980, está todo el Grupo Villaflor (a excepción de Raimundo, que ya había muerto durante la tortura): Ramón Ardetti, Juan Anzorena, José Hassán, Josefina Villaflor, Pablo Lepíscopo. El único sobreviviente del Grupo Villaflor es Víctor Melchor Basterra. Por su memoria incuestionable y el respeto que le tiene el resto de los y las sobrevivientes, es algo así como el escribano de la memoria histórica de la ESMA. Basterra, además, es parte de La Retaguardia. Participa del programa radial Oral Y Público, dedicado a mantener viva la lucha por los derechos humanos de ayer y de hoy. Víctor está intentando sobreponerse, desde hace un año, de una disfonía que lo tiene bajo tratamiento. La Retaguardia le mostró las fotos del interior de la casa. Su nivel de responsabilidad le impidió decirnos sí o no a través de las fotografías. Lo mismo ocurrió con varios de los sobrevivientes nombrados en esta nota; aunque a algunos les alcanzó con las fotos para decir que sí, preferimos citar los tres casos en los que pudimos ir al lugar y obtener la seguridad pertinente.
Podría decirse, entonces, que aguardamos la pronta recuperación de Basterra para que aporte su sello imborrable. Lejos de intentar disminuir el valor de los testimonios de El Sueco, La Bety y Liliana, nos alcanza, para publicar esta nota, con haber percibido sus sensaciones al volver a estar en ese lugar que fue sede de tanta perversión. Nos alcanza, incluso, a pesar de la ausencia de Basterra.
Ahora todo queda en manos del juez Rodolfo Canicoba Corral, a cargo de manera subrogante del Juzgado Nº12, que lleva adelante la instrucción de la megacausa ESMA. Ya no está en ese cargo Sergio Torres, que hizo toda la instrucción y el año pasado fue nominado por María Eugenia Vidal para ocupar un lugar en la Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Buenos Aires.
Pasaron 39 años. Quienes sobrevivieron continúan ocupando el rol que debería ser del Estado, que aquí tiene una nueva chance de ponerse al frente del asunto.
Fotos: Natalia Bernades
Publicado por: La Retaguardia