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Adiós, Juanjo Domínguez, no habrá olvido

Alejandro C. Tarruella

Inesperada como injusta, la muerte de Juanjo Domínguez sorprende al país, al universo de la canción popular y al mundo singular de los músicos. El notable intérprete venía varios años de sufrir en silencio y sufrir tanto, que una de las consecuencias del mal que lo embargaba, fue que no tocara su guitarra.

Por Alejandro C. Tarruella

La versatilidad como intérprete y su don de gentes, como se dice a través de los tiempos en una frase hecha que bien representa lo que se quiere expresar, fueron esenciales a la personalidad de Juanjo Domínguez. Seguramente, en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Tucumán y Jujuy se lo recordará, pero lo recordarán en Montevideo, en Santiago de Chile, en Madrid, y tantos lugares donde dejó su sello indeleble de guitarrista capaz de sacar nota tras nota sin perder el encanto de aquello que la música trae en su corazón, del mismísimo corazón de los pueblos.

El juninero

Era juninero, como Eduardo Negrín Andrade, donde había nacido el 23 de octubre de 1951. Tenía 5 años cuando se inició en los secretos de la guitarra, a los 8 alcanzó a interpretar folklore con el poeta salteño Jaime Dávalos en el programa que el presentaba en el Canal 7, “El Patio de Jaime Dávalos”. Cuando sus padres se mudaron a Lanús, estudio el profesorado de guitarra en la Academia Oliva de esa ciudad, y a los 12 años se recibió de profesor. Luego ingresaría en Lomas de Zamora, en el Conservatorio Julián Aguirre. Era muy joven aun cuando tocó con el intérprete chileno de valses y otros ritmos, Rosamel Araya, como integrante del trío Los Antonios, que lo acompañaba. En el tango, se lució con Alberto Podestá, Alberto Morán y Alberto Echague para luego hacerlo con Edmundo Rivero y el Polaco Goyeneche.

Juanjo mostraba capacidad creativa para asumir un arreglo o realizarlo, un gusto profundo por innovar dando lecciones de ritmo en los ritmos propios del tango y del folklore, y si se le ocurría, podía incursionar en el ámbito que le agradara. Era sensible en términos profundos y resultaba difícil para un espectador, en un recital determinado, no reparar en su actuación. Lejos de toda espectacularidad, el artista destacaba su talento por sobre cualquier posible figuración por fuera de ese aspecto central. Era un hombre humilde que gozaba estar sobre la madera de un escenario hundido en las aguas de un arte sin igual. Hacia 1980, el reconocido autor, compositor pianista e intérprete rosarino, Rodolfo Antenor Chacho Muller, lo convocó para que fuese el arreglador en un histórico disco para el sello Redondel, donde compartió el arte con Oscar Alem y el autor y guitarrista enterriano Zurdo Martínez.

Grabó con incontables intérpretes y fue del Polaco Goyeneche a Mercedes Sosa (actuó con ella junto a Colacho Brizuela y Lucho González) sin descontar al Cigalla, sin dejar jamás su sello fuera de la cancha.

Fue músico con Chabuca Granda, Lalo Schifrin, El Cigala, Horacio Guarany, Hugo Marcel, Virginia Luque, Edmundo Rivero, María Graña, Raúl Barboza y Andrés Calamaro: era un grande entre grandes

Formado en las calles de un barrio, frecuentador de esas sintonías que únicamente se aprenden en la vida cotidiana de los pueblos y con los pueblos, supo ir por su sabor singular al lugar exacto donde los grandes del arte van a beber y a agradecer la maravilla de lo sencillo.

Tal vez por eso, porque el recuerdo retoma siempre lo vivido para proyectarlo, llamó a su sello personal donde editó su música con otros grandes, Junín. Con el bandoneonista Julio Pane, dejó para la historia un trabajo sin olvido titulado, “Un placer”, donde dejó en claro que su iniciativa personal no tenía límites. Así, era un “zapador” sin tiempo sin distancia, le atraía improvisara para hallar su lugar en el difícil arte que emprendía a diario.

En Japón deslumbró con su arte, como en Europa, Estados Unidos y diferentes países americanos. Le era imposible, guitarra en mano, pasar desapercibido. Grabó 24 discos personales (En “Sin red” recreó a Chabuca, a los Beatles y a Zitarroza) y más de 120 con diferentes intérpretes. No será olvido su legado, su sencillez enorme, su canción repartida en cientos de sonidos que siempre regresarán para contarnos como está, que siente y que nos dice, entre las seis cuerdas, una noche sin tiempo. Seguramente en esas ocasiones, dirá con su tono melodioso: “La guitarra me lo dio todo”.

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