La número diez
Será nuestra tradición futbolística, quizás, la que pulsa desde nuestro inconsciente colectivo y nos deja estupefactos, expectantes, buscando al 10 en el campo de juego, siguiendo desde la comodidad de nuestras pupilas la exactitud de sus pasos, la precisión de aquello que lo distingue; y esperamos, el milagro, lo inevitable: que la virtud del 10 resuelva el partido de todos los nuestros.
Y van pasando los minutos, y el 10 avanza con la pelota hacia la línea final, con por lo menos tres o cuatro o más marcadores personales, que le pisan los pies, que le tapan los espacios y le queman el oxígeno con la fiereza de la anti virtud, esperando el error, aguantando ese segundo y medio en que el 10 levanta los ojos y ve bien lejos a los compañeros; nadie llegó tan lejos como el 10, y esa es, precisamente, su solitaria condena: al 10 lo dejaron solo, los rivales le parten los tobillos y el partido, maldita finitud, llega a su final.
Será que la riqueza de nuestra historia nacional, de nombres y apellidos y rostros que se han impregnado en nuestro imaginario cultural desde las escuelas y las canchas, desde los relatos e incluso desde los murales parlantes de nuestros barrios de la infancia, nos ha mal acostumbrado a que busquemos siempre a aquel héroe que nos incite a la batalla, que conduzca nuestros rumbos y que nos lleve indefectiblemente a la victoria final, o al menos, a apalear nuestras miserias. Con el fútbol, con la política, con lo que se te ocurra; así parece que somos los argentinos.
Y a veces no llega. Y esperamos, y desesperamos. Y en esta cultura de la individuación, la expectativa nos juega una mala pasada, nos enajena de nuestras propias posibilidades, y hasta a veces nos confunde, nos aleja del otro; no nos deja ver que un poco del héroe somos nosotros, también; cada uno, cada una, y ni te cuento juntos. Porque el 10 llega, y se juega la vida; pero sufre, el diez, quizás el mejor de los nuestros, se agota y nos busca, nos busca a su lado y se encuentra con que nos subimos a sus espaldas, acobardados, esperando que triunfe y muera ahí nomás, que se martirice y nos resuelva; y como gratificación, habrán canciones y muros y homenajes que resalten su sacrificio y pasen por alto que, en el momento preciso, lo dejamos solo.
Le pasó a los mejores diez. Le pasó a José, le pasó a Manuel. Y al Diego, y a Román y a Lionel. Y le viene pasando a ella, que lleva la pelota pegada al pie, que infla de pasión la camiseta con el fuego de su sexo femenino y la virtud de su sensibilidad, con la estrategia lúcida mas nunca fría, pecho caliente que alberga los sueños de los más humildes, de los que nunca fuimos invitados a participar del juego, pero que poco a poco abandonamos la imbecilidad de la expectativa, y saltamos los alambrados e inundamos la cancha; cuando el rival la venga a marcar, héroe colectivo seremos que reciba la pelota para mandarla al ángulo, ganar el partido, y que los rufianes de enfrente no vuelvan más.