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Roberto Caballero: «La Revolución de la Alegría llora»

Roberto Caballero El veranito local del que gozaba Mauricio Macri tras la entrevista con el Papa Francisco parece haber acabado tras la noticia del triunfo de Donald Trump que impone una nueva y tormentosa realidad a todas las dirigencias del país.

Debe ser difícil para un presidente despertarse y comprobar que el mundo gira hacia otro lado, distinto al que pensaba. La victoria del republicano se llevó puestas varias certezas globales, del mismo modo que minó las bases conceptuales y filosóficas del propio modelo económico oficial: abrir la economía cuando retornan el proteccionismo y las críticas al libre mercado, no parece ser una buena idea.

La visita de Barack Obama como garante de la revolución de la alegría, allá por el inicio de la gestión, quedó reducida ahora a una foto triste y, sobre todo, inútil. Porque la candidata de Obama y los demócratas, Hillary Clinton, expresión de los tratados de libre comercio, del anarcocapitalismo financiero, del injerencismo prepotente en los países periféricos, en fin, de la globalización y su pretenciosa idea de final de la historia acuñada como pensamiento único, fue derrotada por una facción propia que la atacó de modo inesperado por su retaguardia, harta de esperar beneficios prometidos jamás concretados.

El voto a Trump no es otra cosa que la reacción de los estadounidenses no alcanzados por las bondades supuestas de la teoría del derrame que los ideólogos del Consenso de Washington expusieron como verdad inapelable, tanto fronteras adentro como afuera de su país. La economía más poderosa del planeta -según quedó comprobado en el voto a un “cisne negro” que venció a un sector del establishment, a los medios de comunicación y a su propio partido- tiene niveles internos de desigualdad en la distribución de la riqueza que resultan intolerables para una inmensa mayoría de su población.

Es seguro que el racismo, la xenofobia, la prédica antiinmigratoria y la discriminación por género pueden haber aportado su caudal a la victoria de Trump. Ese voto existe desde siempre en los Estados Unidos. No es para desestimar como síntoma de retroceso moral de una sociedad que hace ocho años votó al primer presidente negro de su historia, avaló el matrimonio igualitario, la reanudación de los vínculos con Cuba y apoyó la regularización extranjera y un seguro médico para los más vulnerables. Pero no explica la totalidad de lo ocurrido en las elecciones: la masa de votantes de Trump está entre los sectores del trabajo que pasaron de tener empleos razonablemente buenos, por ejemplo, en las automotrices de hace una década y media, a convertirse en repositores de supermercado con malos salarios o, directamente, en desempleados, incapaces de retener sus casas, sus autos, sus niveles de consumo, su ilusión de ascenso social, su confianza en el “sueño americano”, en definitiva, la calidad de vida de antaño.

Es una verdadera paradoja que esos mismos agredidos u olvidados hayan optado por un multimillonario para castigar las consecuencias del neoliberalismo basado en la supervalorización financiera y desligado de la producción industrial tradicional. No hay que olvidar, sin embargo, que de los dos candidatos demócratas en condiciones de disputar la elección –Bernie Sanders y Clinton-, el que contaba con mejores chances de derrotar a Trump, según todas las encuestas, era el primero, que no pudo ganar la interna del partido de Obama y Clinton por –o a pesar- de contar con un discurso claramente desacatado de los tratados de libre comercio y la especulación del imperialismo del dinero, y muy crítico de sus consecuencias, además. Es decir, el establishment demócrata –y todo lo que ello representa- dejó vacante la representación política de los perjudicados por el modelo. Y se sabe, en política, los vacíos no perduran. Trump, un desagradable invento de los medios encandilados por la opulencia consumista y el darwinismo ideológico, lo ocupó y fue el elegido para manifestar el descontento.

Sin embargo, las calles de algunos estados de la Unión muestran multitudes de indignados que afirman que Trump no va a ser su presidente. Entre los manifestantes también hay trabajadores y mucha gente joven, sobre todo, de las zonas costeras. ¿Cómo se entiende? ¿Acaso Trump no fue la expresión de rebeldía de los obreros empobrecidos sublevados contra los dueños de un país enriquecido? Rara vez las cosas son tan sencillas para explicar. La respuesta, quizá, haya que buscarla en una certeza que nadie pone en duda: todo modelo tiene beneficiarios y perjudicados. Obama entrega un país, en parte, recuperado de la crisis de 2008, según los índices macro. Pero su política económica, basada en un paradigma de capitalismo innovador desde lo tecnológico, energías renovables y tratados de libre comercio, que permitieron a sus industrias deslocalizarse y producir desde países –México, Corea, China- con mano de obra muy barata, produjo una formidable riqueza que se concentró en muy pocas empresas que, la mayoría de las veces, ni siquiera tributaron impuestos en los Estados Unidos, amparadas en la opacidad de los paraísos fiscales. Para que se entienda: ese volumen sideral de ganancias no fue a garantizar una economía interna robusta e igualitaria en su distribución, sino que siguió circuitos globales de financiarización cuya lógica es producir más ganancia con el dinero, sin arraigar en la economía productiva real. Es el “capitalismo casino” que alguna vez denunció Cristina Kirchner en Naciones Unidas, y el Papa Francisco llama “el imperialismo del dinero” o “la globalización de la indiferencia”.

La industria manufacturera, la pesada, la petrolera convencional, la que en la autoestima estadounidense ocupa el lugar del orgullo nacional, la que no cree que Steve Jobs sea más que Henry Ford, fue en los últimos años la vieja novia asistiendo a un casamiento con otro bloque económico y financiero de expansión global, asistido por el gobierno de Obama con una agresiva política diplomática hacia el resto de los países y los organismos multilaterales, con eje en los intereses de bancos e incubadoras de valor, cuya alta rentabilidad nunca terminó de derramar como debía o se esperaba. Por eso, no es cien por ciento verdadero que Trump represente a la totalidad de los trabajadores de su país. También del lado demócrata los hay, pero son empleados en rubros que han sido los beneficiados por el paradigma de valorización financiera, de aplicaciones de internet, de energías “limpias” y de servicios que Estados Unidos exportó al mundo. Basta revisar los discursos originales de Obama y advertir quiénes fueron los mayores aportantes de su campaña: en su mayoría empresas tecno-deterministas de Silicon Valley. Bueno, ahora ganó Texas: el petróleo, los caños sin costura y la metalmecánica. Ninguno es mejor que otro. Son distintas maneras de entender el capitalismo, simplemente.

Lo interesante de ver es que esos beneficiados del modelo anterior que hoy se movilizan por las calles de California o Manhattan, que son progresistas, cosmopolitas, innovadores, casi gente de izquierdas al interior de su país, votaron por una candidata que para el resto del mundo es la derecha guerrerista, libreempresaria, imperial y abusiva del poderío estadounidense, que genera hambre y miseria a una escala inconcebible, a la vez que concentra la riqueza en pocas manos y empresas que reproducen la desigualdad, también, a una escala inaudita, aprovechando la anarquía y los circuitos de finanzas globales que escapan a los Estados-Nación y sus normativas o controles.

Este mundo con graves problemas es el que existe. Es el que se expresó con fiereza en la propia retaguardia del imperio. Este es el mundo que Macri, quizá por falta de formación, tal vez por ceguera ideológica, no advirtió cuando se abrazó a Obama para luego aplicar las políticas aperturistas y libremercadistas que no le han dado, al día de hoy, ningún índice positivo a su gestión, que mezcla malas performances con recesión agravada, inflación en aumento y endeudamiento en alza. Un cóctel explosivo frente a lo que se avecina: mayor proteccionismo global, encarecimiento del crédito internacional (subió el riesgo país argentino, aún con un gobierno pro-mercado), conservadurismo inversor al extremo y abandono a su suerte, de parte de los Estados Unidos y su diplomacia, de sus aliados tácticos de último momento en la región, las administraciones neoliberales de Brasil y la Argentina.

La revolución de la alegría, llora. Hasta Eduardo Duhalde volvió a hablar del 2001. Se sabe qué quiere decir, no hace falta explicarlo. El programa económico macrista pasó de zona de turbulencia a zona de potencial desastre. También lo saben Macri y sus aliados del peronismo, de los gobiernos provinciales, del sindicalismo, los medios de comunicación y las empresas, que alegremente, imbuidos de un espíritu de revancha política inimaginado, aplaudieron y votaron cada medida que hizo a la Argentina más vulnerable y menos preparada para afrontar las consecuencias de un mundo que no es el de los ’90, sino el actual: más peligroso, más inestable y mucho más complicado para los países que, cuando arrecia la amenaza de huracanes, decidieron abrir puertas y ventanas de par en par, dejando sin defensa a sus sociedades. Casi, a la intemperie.

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