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El Indio, vos y yo también

Mariana Karaszewski No, no fue sólo el Indio. Fuimos todos. Los que fueron a Olavarría. Los que se quedaron en su casa filosofando sin saber. Los “opinólogos de turno” que se aprovechan del morbo que genera la muerte para tener un punto más de rating. Los periodistas amarillos que desinforman y preocupan a los que nos quieren. Los fanáticos que defienden lo indefendible. Los que piensan que los que van a ver un recital de rock nacional son todos “negros, borrachos y faloperos”. Los que creen que a ellos nunca les va a pasar algo así. Los gorilas, los peronistas, los a-políticos. Todos.

Los que vamos a ver un show sabiendo que no están todas las condiciones dadas pero vamos igual y nos exponemos al maltrato porque nos apasiona el Indio. Los que sostienen y festejan la cultura del agite a cualquier precio. Los que dicen que en la fiesta electrónica los pibes murieron por culpa de la organización pero en este recital les pasó “porque son todos indios salvajes y lo merecen”. Los que consumen de todo y entran a un recital poniéndose en riesgo a ellos mismos y a los demás. Los que intentaron cuidarse solos abajo del escenario. Los de arriba que no cuidaron a los de abajo. Los organizadores, la productora, el Estado, el intendente, los organismos de control, la “maldita” policía, defensa civil y los médicos. Todos. La sociedad que margina. El Indio, vos y yo también.

No, no es casual que el sábado Solari haya hablado de la búsqueda incesante de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y el domingo los titulares hablaran de “los desaparecidos del show”. Tampoco es casual que haya defendido la lucha de los docentes y al día siguiente haya tenido todos los medios oficialistas en contra, defenestrándolo. Ni que los diarios más macristas, que nunca de le dan bola a la cultura del rock se hayan regodeado en el dolor ajeno mostrando titulares “Anti-Solari”; se sabe de la inclinación kirchnerista del Indio… y claro, no se lo iban a perdonar.

También hay algo que es cierto: todo estaba armado como para que sucediera una desgracia. Cuidarnos entre nosotros ayudó, sin dudas -sino hubiera sido una catástrofe- pero no alcanzó. Había cosas que dependían de otros. Cada cual tenía una función: el Estado, velar por nuestra seguridad; el intendente de Olavarría, chequear el contrato que firmó con la productora En Vivo S.A., cuando se propuso como «fiador» y nexo con los administradores del predio; la productora, contratar el mejor lugar para un espectáculo de esa magnitud; los organizadores, garantizar que estuvieran dadas todas las condiciones de prevención, seguridad y sanidad para el evento; los asistentes del show, ser responsables de sí mismos y de los demás, cuidándose y cuidando al resto; el Indio, cantar; nosotros, disfrutar.

No, no es casual que el sábado Solari haya hablado de la búsqueda incesante de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y el domingo los titulares hablaran de “los desaparecidos del show”.

Pero nada estuvo en su lugar. Ni el Estado, ni el intendente ni la productora, ni la organización, ni nosotros ni el Indio.

El intendente que el año pasado esperaba más de 200.000 personas, pero ahora manifestó que no creía que fueran más de 150.000, apostaba con sus compañeros sobre la cantidad de gente que iba a ir.

El predio elegido fue una trampa mortal: chico en relación a la cantidad de gente que, se sabía -sí, se sabía- que iba a ir. Infinitas caminatas para poder arrimarse al predio, con obstáculos incluidos: cuadras de 130 metros, barro, vendedores ambulantes en el medio de la calle, cruce de la vía del tren, autos estacionados en el camino, subidas y bajadas… y como si fuera poco, una entrada angosta, con puertas improvisadas en madera, que no se sostenían abiertas, las tenía la gente que iba ingresando. Sí, siempre hay una peregrinación para llegar a la “Misa Ricotera”, pero esta vez fue diferente. A todos nos parecía demasiado. No nos daban las piernas, tampoco las mismas ganas.

Ningún control policial en la ruta; tampoco en la ciudad. Sí, es cierto que si hubiera estado la policía iba a haber represión, porque muchos que supuestamente velan por nuestra seguridad, no se bancan que un pibe que tomó demás le diga que es un “yuta botón”, y gozan reprimiendo a mansalva. Pero había otras opciones: más seguridad privada, policías de civil. Esas se me ocurren a mí que no sé nada de organización de eventos, pero seguro debe haber más.

Ningún cacheo. Daba lo mismo tener en el bolsillo un paquete de puchos, un encendedor, un faso, un cuchillo, un arma o una petaca de whisky. Botellas de vidrio por doquier. Claro, si no nos controlan, entramos con la botella de Fernet en la mano, es más barato que comprar adentro. Tampoco hacía falta tener entrada, no la pidieron, no se animaron.

Los sanitarios colapsados, imposibles. Claro que si querías hacer tus necesidades, afuera te ofrecían un baño por 10 pesos.

Las pantallas pequeñas y con imágenes difusas, que obligaban al que quería ver algo a adelantarse y apretarse con la multitud.

Y el Indio que no pudo cantar. Sí, cantó, pero no como siempre. Paró el show varias veces para intentar frenar el desborde de algunos pero ya era tarde. Nada fue igual después del parate. El cantante estaba desorientado, desganado. Como si supiera el trágico final. Expresando que estaba cansado de todo eso. Ni Ji-Ji-Ji fue lo mismo.

Y nosotros no disfrutamos. Un poco sí, pero tampoco como siempre. No teníamos certezas, pero percibíamos que algo malo pasaba y las canciones de siempre olían mal. El público estuvo apagado, preocupado, como en una falsa calma que antecede a toda tempestad. Al salir llovían mensajes de familiares, amigos, conocidos y casi desconocidos queriendo confirmar que estábamos bien. ¿Sorpresa? Sí, pero no tanta. Todos intuíamos que algo podía pasar.

El público estuvo apagado, preocupado, como en una falsa calma que antecede a toda tempestad.

Claro que algunos se fueron antes, no aguantaron. Se ahorraron la salida, un capítulo aparte. Toda esa inmensidad de gente saliendo por un angosto pasillo, con el cansancio de la caminata previa, con bronca, aplastándose, insultándose, con un sabor amargo. Algunos pudieron volver a su micro, otros se perdieron en el camino. Algunos lograron llegar a su vehículo y emprender el regreso, otros no pudieron arrancar, durmieron ahí.

Pero otros dos ni siquiera supieron de nada de esto: están muertos. Murieron ahí, en la multitud. Sí, dicen que fue a causa de un paro cardíaco, pero el estrés que genera una situación así es suficiente para causar una muerte. Y fueron pocos, sí, podrían -podríamos- haber sido muchos más.

El saldo evidente: dos muertos confirmados, muchos heridos, muchos varados, la terminal prendida fuego, rutas colapsadas, basura en las calles y descontento de los vecinos de Olavarría.

El otro saldo: decepción, tristeza, angustia, bronca, enojo, sabor amargo y olorcito a despedida.

Puede que el Indio no toque nunca más o puede que en estas mismas condiciones decidamos no ir a verlo nunca más. Amamos al Indio, pero también a la vida.

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