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Hernán Brienza: «No son 30 mil»

Hernan Brienza La construcción de una memoria colectiva siempre requiere políticas de selección de recuerdos y olvidos. Todo recuerdo es una operación cultural, en tanto es más fruto de acciones deliberadas posteriores que de la rememoración de una verdad. Cualquier recuerdo, al estar atravesado por las palabras, el discurso, ya no es “verdad” sino es narración. Todo pasado, entonces, es una reescritura. Una página garabateada con tinta siempre en pugna por volver a ser un discurso coherente. Están allí los hechos, están, también, los datos, las cifras, los relatos, las pruebas, los indicios; pero es el presente el que los acomoda, el que les da sentido. No hay nada más presente que el pasado. Construir una política de la historia es fundamental para justificar las acciones del presente, ya lo sugirieron muchos, entre ellos Arturo Jauretche.

En un país enfrentado, con un empate hegemónico como la Argentina, la historia también es un campo de batalla en donde se disputan las interpretaciones sobre ese pasado. En ese terreno, la verdad es apenas la munición con que cargan las armas los duelistas. ¿Puede ser de otra manera? ¿Existe algún país en la tierra en el que la historia no sea otra cosa que una narración a medida de las necesidades del presente?

La narración histórica de la última dictadura militar argentina es una construcción demasiado fresca todavía. Muchos de sus protagonistas están vivos aún, y gozan o sufren sus consecuencias. De la misma manera que Héctor Magnetto disfruta, cuarenta años después, de haber arrancado Papel Prensa, gracias a las sesiones de tortura que los Grupos de Tareas infligieron a sus antiguos y legítimos dueños; así como el presidente Mauricio Macri aprovecha los millones de dólares que le fueron condonados por la dictadura militar a las empresas de su familia; también hay miles de argentinos que tienen marcada sobre la piel de su memoria las humillaciones, los miedos, los dolores, las vejaciones de la tortura, el exilio, la cárcel. Y aún peor. Hay miles de argentinos que no están, que han sido asesinados.

No tiene sentido negar los números, las cifras, las estadísticas. Es más, los registros oficiales, tanto de la Conadep original, como de la revisión que hizo el Kirchnerismo en la década pasada, ya elaboraron una “verdad matemática” que no permite ningún “curro de los derechos humanos”, como sugiere el presidente Macri, beneficiario directo del “curro de la estatización de la deuda privada”. Recibieron la reparación histórica sólo aquellos que están en esa lista. No hay mucho para discutir sobre ello.

El problema es netamente simbólico. Los cómplices civiles de la dictadura necesitan acotar las políticas de memoria y justicia. No tienen problema en que hayan sido castigados los ejecutores materiales de la represión. Después de todo, el poder económico real nunca ha tenido reparos en usar a las fuerzas armadas como medidas profilácticas para evitar el nacimiento de cualquier tipo de proyecto nacional, papular, democrático. Pero lo que no pueden permitir es que se intente enjuiciar a los autores intelectuales y beneficiarios reales de las dictaduras militares. Por esa razón no avanzan los juicios por las complicidades civiles y por esa misma razón, los hijos de aquel poder económico real, hoy en el gobierno, aletean los argumentos del negacionismo. Porque negar, minimizar, el horror de la dictadura, decir que fueron sólo ocho mil las víctimas del terrorismo de Estado, es, de alguna manera, negar y minimizar la responsabilidad de sus propios apellidos en ese festín macabro.

La cifra de 30 mil desaparecidos surgió en plena noche de la dictadura. Fue una estimación que hicieron los organismos de derechos humanos en base a la información con la que contaban en aquellos años. Faltaban 30 mil personas, la mayoría de ellos estaban efectivamente en los centros clandestinos de detención, otros estaban en el exilio externo o interno, muchos, ya habían muertos, algunos fueron posteriormente liberados. La cifra no fue tan equivocada. El diario La Nación publicó el 24 de marzo de 2006, con la firma de Hugo Alconada Mon, la siguiente información: “Treinta años después del golpe militar, nuevos documentos desclasificados muestran que los militares estimaban que habían matado o hecho desaparecer a unas 22.000 personas entre 1975 y mediados de 1978, cuando aún restaban cinco años para el retorno de la democracia. El cálculo, aportado por militares y agentes argentinos que operaban desde el Batallón 601 de Inteligencia a su par chileno Enrique Arancibia Clavel, aparece entre los documentos que logró sacar a la luz el Archivo de Seguridad Nacional de la Georgetown University”. A confesión de parte, relevo de pruebas.

Pero discutir lo cuantitativo es olvidar lo cualitativo. Miles de hombres y mujeres fueron asesinados, torturados, violados y sus cuerpos arrojados al mar o a fosas comunes por las fuerzas de seguridad del Estado Argentino. No por bandas criminales. No por organizaciones mafiosas. Sino por el mismo Estado que debía garantizar que a esas miles de personas nadie las asesinara, las torturara, las violara. He allí la brutal paradoja en la que incurrieron los dictadores.

La dictadura militar fue el cúlmen de una política represiva del Estado Argentino. Pero lejos estuvo de ser una isla del horror. Fue parte constitutiva de una forma de relación entre el Estado, asaltado por una clase dominante para garantizar sus propios negocios y extraer sus beneficios, y la mayoría de los argentinos. Sin duda la violencia política en Argentina no ha sido monopolio exclusivo de un solo sector –vaya como ejemplos horribles la Mazorca, las Secciones Especiales y la Triple A- pero no hay dudas de que el liberalismo conservador -desde el golpe de Juan Lavalle a Manuel Dorrego en 1828, la guerra de policía mitrista contra el gaucho, la campaña al desierto contra los pueblos originarios, los fusilamientos de los obreros de la Patagonia, de las víctimas de junio de 1956 o de Trelew en 1972- ha convertido al Estado en muchísimas ocasiones en “una fría máquina de matar”. Claro que no fueron 30 mil. A los largo de la historia han sido cientos de miles.

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